Aprovecho
este muy pertinente diálogo “generacional” que se ha querido
iniciar a raíz del proyecto #los2000, para
tratar de inferir, con no otro fin y utilidad que mi esclarecimiento
personal, en un par de temas que, desde donde yo veo el asunto, me
son un poco turbios. De cualquier forma, estoy seguro que la
corrección de estas líneas de parte de alguien mejor informado o,
en el mejor de los casos, su refutación, echará alguna tenue luz
sobre este diálogo.
Hablamos
de generación, entonces creo que es inevitable, como muy
certeramente lo señaló Topogenario en el primer aporte a este blog,
hablar de sucesión y de ruptura como términos antagónicos. Aunque
muchos prefieran no verlo, pienso que en la literatura, y más aun en
la actual literatura nacional, hay un punto en el que uno asume desde
su obra una de las dos posiciones (con cierto grado de consciencia si
se es afortunado) respecto a la generación precedente, o más
directamente, respecto a las estructuras tradicionales y al discurso
que la generación precedente ha establecido, ya a nivel estético,
ya a nivel político.
En
Nicaragua se sabe de sobra que los avances significativos en las
letras, las artes y la cultura en general (tan escasos como profundos
y tan trascendentales como reversibles), se han producido gracias a
procesos de ruptura concienzudos y lúcidos con las estructuras
establecidas. Si tenemos en cuenta el estéril panorama de nuestra
literatura actual, resulta un poco inquietante percibir la
indiferencia de quienes constituyen la generación literaria
emergente hacia cualquier lectura crítica acerca de las condiciones
y estructuras que se nos imponen, a nivel político y literario.
Lo
interesante resulta que estas generaciones sosegadas e indiferentes
se encuentran ante un establishment que
si bien traza y delimita la cancha sobre la que se juega la más
actual literatura nacional, carece de contenido o de voluntad para
dictar e imponer sus reglas, es decir, su propio discurso oficial
que, creo advertir, se basa en un respeto irracional y casi
reverencial a la costumbre.
Cuando
pienso en nuestro
“establishment” me cuesta
percibir una estructura concreta, con una identidad, una unidad de
discurso, y una agenda literaria. Nuestro actual establishment
literario es más una red tácita
de instituciones antagónicas y heterogéneas. Los fondos editoriales
y los espacios literarios son para los que mejor gestionan, para los
que hacen lobby y se logran visibilizar ante los grupos que suelen
dirigir dichas instituciones. Quizá se pueda deducir una regla: los
espacios son para los que no polemizan ni hacen mala cara, para los
que quedan bien con los gestores que los administran, para los que
son políticamente correctos y llenan el perfil institucional, para
los que están tranquilos y cómodos con las actuales estructuras.
Para los que no tienen más pretensiones, que ingresar y
visibilizarse en sus canchas. Para ello, uno deberá ponerse los
colores del equipo, reverenciar su tradición y hasta heredar sus
viejas rencías.
Quizá
la reverencia a la tradición literaria nacional sea uno de los
puntos que tienen en común las entidades que tejen el establishment
literario actual. También
presiento que tal reverencia constituye menos un acopio crítico del
canon literario nacional, que un síntoma de su parálisis.
Alguien
decía anoche, durante la presentación de Javier González en
#los2000, algo como
que en Nicaragua nos mantenemos fieles a la tradición, y que todos
somos carlosmartinianos, o exterioristas por Cardenal, y etcétera.
Temí percibir en sus palabras algo parecido al orgullo por algo que,
al menos para mí, constituye una de las raíces del mal que aqueja
no solo a nuestra literatura nacional, sino a nuestra realidad
general: la reverencia casi religiosa e irracional a todo lo que se
nos impone como costumbre. Pienso, en lo personal, que la tradición
está para ser reverenciada, pero también para ser criticada, para
ser comprendida, para ser refutada, para ser ponderada y puesta de
lado, si es que se quiere seguir adelante, si es que no queremos
seguir siendo carlosmartinitos o cardenalitos o, mucho peor todavía,
ramirecitos o bellicitos por otro medio siglo.
Hay
muchísima literatura que ha quedado por fuera del discurso literario
dominante en Nicaragua, casi tanta como escritores actuales que la
desconocemos. Hay una parte muy sustancial, y quizá la mejor, de
nuestra literatura actual que queda por fuera de la escena y de las
estructuras del establishment de
Managua. Pero en verdad que para nosotros es más cómodo seguir
imitando y haciendo mínimas e intrascendentes ampliaciones (y cuando
digo nosotros no sé,
realmente, de quiénes hablo) a corrientes literarias que eran
novedad hace cincuenta años, y convertir esa imitación obstinada en
un aglutinante más o menos efectivo para que nuestros versos
intrascendentes cuajen en un poema exteriorista o carlosmartiniano,
cuyo fin es disimular sus propias carencias. Y nos damos por
satisfechos porque ya podemos leer nuestro poema a nuestro círculo
de tragos, y eventualmente en un recital, donde se elogia para ser
elogiado (ya por la influencia carlomartiniana, ya por el paralelo
con Octavio Paz o por el giro hacia Mejía Sánchez en los últimos
versos). Llegado a este punto, uno ya es todo un literato nica del
siglo 21. Nos coformamos con escribir bien, con que nuestros versos
cuajen, aunque no signifiquen nada, aunque hace 20 años ya estaban
fuera de vigencia. Sí, suena muy cómodo. Pero me temo que esto no
es ningún hallazgo, y que estamos acomodados sobre los que se
acomodaron sobre los que estában cómodos con las estructuras
tradicionales de sus épocas, y la ruptura deberá ser estrepitosa.
Dice
Erick Aguirre –quien, por forfeit,
es el mejor crítico de nuestra literatura actual--, en un artículo
de 2010 titulado ¿Ha muerto la literatura nicaragüense?:
Los
criterios de selección y ordenamiento cronológico de los más
recientes “panoramas” de la poesía y el cuento de ficción en
Nicaragua detienen su proceso de estudio y selección en las décadas
60 y 70 del siglo XX. (…) Las razones de este significativo corte
cronológico en el registro del proceso evolutivo de nuestra
literatura contemporánea, manifiestan una visible voluntad de cerrar
sin mayores esfuerzos de estudio y exploración de las nuevas
tendencias, el más reciente ciclo de la literatura moderna en
Nicaragua, y pretende dar por entendido que con tal ciclo también se
cierra una forma de concebir el arte poético y narrativo, así como
las maneras de expresarlo.
Aguirre
achaca esto a un desdén o falta de capacidad crítica de los
historiógrafos oficiales de nuestra literatura (básicamente J.
Valle Castillo, J. E. Arellano, Cardenal y S. Ramírez) hacia la
ruptura profunda y consecuente evolución en la forma en que se hace
literatura en Nicaragua, y que ya no resulta comprensible dentro de
las trasnochadas concepciones tradicionales de lo que es arte. Aunque
sí hay mucho de eso, y la observación me parece valiosísima, quizá
yo no sería tan generoso con las nuevas generaciones. Quizá lo
interesante acá, sea que no es la nueva generación la que siente la
necesidad de ruptura, sino, de alguna forma, son los viejos modelos,
las concepciones tradicionales y sus estructuras las que empiezan a
ceder y sucumben, porque la naturaleza y el verdadero valor de
cualquier corriente o tradición literaria es ser superada, pero
sucumben con todo y las nuevas generaciones, que se rehusan a
desprenderse de la tradición.
A
mí me parece que este significativo corte cronológico en
el registro de nuestras letras, lo que hace es poner la pelota en la
cancha de las nueva generaciones, y que las nuevas generaciones,
embelesadas por la comodidad de la sucesión, lejos de hacer el gol,
de sacar la pelota de la cancha o, ya por último, de ponerla en una
pica, más bien la regresan, tímidamente y sin saber qué hacer, a
las manos de las estructuras tradicionales.
Pero
mi visión sesgada y maniqueísmo seguramente correspondan a un
ímpetu de juventud irracional, y uno no debería ser tan severo,
porque realmente “quiere huevo” romper con una tradición. Porque
la tradición es tradición precisamente porque se hace pasar por la
única realidad posible. El grado de verdad que esto tenga solo lo
determina nuestra actitud hacia esa tradición, por eso la
importancia de tener un mínimo de consciencia crítica, para tener
evitar la parálisis. Quiere huevo, porque esto no es nada nuevo.
Insisto: el asegurarse espacios mediante la armonía y la sumisión a
la generación precedente no es ningún hallazgo de esta generación.
Continúa Aguirre:
El
discurso crítico de la mayoría de los compiladores responsables de
tan incompletos “panoramas generales”, siempre ha subrayado la
supuesta preponderancia histórica de una “armonía
inter-generacional” en la literatura nicaragüense, es decir que,
después de la Vanguardia, nuestra literatura se ha caracterizado por
una notable ausencia de rupturas generacionales.
E,
irónicamente, muchos de los puntos literarios de la Vanguardia,
contrapuestos al panoráma actual, recobran su vigencia y actualida,
lo cual es alarmante y no solo indica parálisis, sino también
retroceso. Los cambios, los altibajos y los vaivenes más
significativos que ha sufrido nuestra literatura en las últimas
décadas han sido más políticos que literarios. La literatura, en
toda Latinoamérica, y por supuesto en Nicaragua, se convirtió allá
por los 70 en un poderoso instrumento de lucha política e
ideológica, y luego en un instrumento de poder a secas. Quien tenía
la palabra, imponía su
memoria. Floreció el testimonio. Su lugar trastocó y trascendió lo
literario. La literatura giró hacia lo político. Los mejores
lograron el balance político y estético (pienso en Lizandro Chávez
y en el primer Sergio Ramírez). Los gobernantes escribieron sus
memorias oficiales durante los 80 y sentaron la base de la nueva
historia de nuestro país. Se impuso la memoria de los vencedores. Se
satanizó la memoria de los vencidos (¿dónde está la voz de los
contras, o de los torturadores o de los yanquis en nuestra
literatura? Después de la obra de Lizandro no la veo por ningún
lado). Se institucionalizó la cultura. La literatura ya era más que
un espacio literario. Los políticos publicaron sus memorias y
regresaron a su política, los intelectuales publicaron sus memorias
y se dedicaron a la tímida disidencia y dizque se preocuparon más
por la estética y la ficción. Ya en la época de nuestra
“democratización”, el híbrido literato-disidente-político que
surgió de nuestras revoluciones instaura su tradición y su
influencia a través ya no de un ministerio, sino de una organización
no-gubernamental (porque, no sé si debo mencionar que estas figuras
intelectuales que tuvieron protagonismo político son quienes
centralizan la mayor parte de la cooperación que entra para
cultura), entonces surge el CNE de Cardenal, con su Hilo
Azul. Sergio Ramírez con
Carátula y unos
cuantos ahijados. Francisco de Asís Fernández con su festival de
poesía. Nuestro gobierno inconstitucional, cuyo fin parece ser
aniquilar la cultura y el pensamiento en general. Son ellos quienes
poseen los espacios de proyección literaria. Los criterios para
acceder a dichos espacios, salvo rarísima excepciones, no son
eminentemente literarios. La crítica nacional no existe, y sospecho
que muchos de nuestros escritores actuales agradecen que así sea.
Quizá
sea ésto lo que más influye sobre esta generación: la
insitucionalización de la literatura, la gestión en detrimento de la calidad literaria; porque nos vamos moldeando
bajo estas estructuras, y nos acostumbramos a que el éxito literario
cada día tiene menos que ver con una búsqueda literaria, con toda
la incomodidad que ello implica, y más con poses y auto-gestión que ha devenido en una especie de farandulilla literaria caricaturesca y anquilosada.
Entonces,
pienso, que no es de sorprender que en esta última década, la de la
auto-gestión, la del escritor-gestor, pese a lo profuso y variopinto
del panorama literariao y la agenda artística de Managua y algunas
cabeceras (recitales, grupos literarios, premios literarios estatales
y no estatales, conferencias, ponencias, presentaciones de libros,
muchísimas publicaciones oficiales, independientes e
institucionales, recitales/performance, exposiciones, incursiones
interdisciplinarias, auto-publicaciones, arte experimental y
alternativo, y un largo etcétera), la producción literaria sea
absolutamente intrascendente y no represente nigún aporte
significativo ni siquiera para la tradición que amplía.
Está bien que Adiak no quiera tener compromiso político hacia la
realidad de su país, lo cito: “mi literatura no está contaminada
por política sino al revés, contamino la política con literatura”,
esto es un derecho individual de cada escritor, pero bueno, que al
menos tenga algún compromiso estético con su obra. ¿Cuál es el
mérito de su novela? Que es la primera escrita por un autor de su
generación. ¿Qué ofrece literariamente esta novela? ¿Por qué es
la más vendida? ¿Porque es lectura obligatoria en tres
universidades --por gestión del CNE-- o porque tiene tanta calidad
literaria como para llamar la atención del indiferente o acaso
inexistente público lector de nuestra literatura? Y es solo un
ejemplo paradigmático. Supongo que es necesario aclarar que no tengo ningún motivo personal para atacarlo y que si lo cito, es porque me parece pertinente dentro del tema.
No
sé, pero sí estoy seguro que actualmente nuestros mejores autores
son prácticamente invisibles en el panorama de cocteles y gestores
que constituye la parte influyente de nuestro establishment.
Los
escritores que podrían dinamizar el asunto, desde el punto de vista
literario, no tienen ninguna influencia sustancial, más que como
gestores de becas. Se sabe de ellos de lejos, por premios
internacionales o por sus bestsellers.
Entonces
pienso... si no es a literatura, ¿a qué jodido estamos jugando?
La
literatura en Nicaragua ahora puede perfectamente ser mala y trivial
y aún así tener éxito e importancia. A mí, y puede ser pura
irreverencia mía, esto me parece algo para preocuparse.
Creo
sinceramente que mientras no se rompa con todo ese aparataje,
mientras sigamos sin querer tocar la tradición literaria porque es
sagrada, y no la querramos comprender en sus repercusiones políticas;
mientras no se haga la síntesis con la historia de la que somos
producto inmediato, seguiremos sin identidad, seguiremos sin
propuestas, y nuestro panorama literario seguirá perdiendo, poco a
poco, su significación literaria.
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