Discusiones centrales

.- ¿Existe una generación de escritores nicaragüenses emergente? /
.- Relación de estos nuevos escritores con el establishment literario nicaragüense /
.- Literatura nicaragüense en el exilio, y cómo esto se relaciona con el país como narración nacional /
.- Literatura como actividad política. ¿Cómo la percibimos dentro y fuera del país? /

viernes, 24 de agosto de 2012

De León Salvatierra*: "La puerta de Fat boy"**


       Fat boy es un texto que apunta hacia un cuerpo específico. Su voz es autorreferencial, y su autorreferencia es histórica. La conciencia del sujeto narrativo se constituye en su incertidumbre. Las reflexiones oscilan entre pasado y presente. En ese texto plagado de preguntas, la indagación que postula Fat boy es casi siempre de sí mismo, de sus deseos, de la violencia en que vive y de sus orígenes: “Soy un cuerpo hecho de puntos, de carreteras intransitables, a medianoche”. Los “puntos” que componen ese cuerpo gordo son las marcas que deja la violencia, son las heridas que se convierten en “carreteras intransitables” en la oscuridad de la piel. Pero es quizá la ausencia de ese “origen” lo que enriquece la obra de Luís Topogenario, porque problematiza el espacio de lo familiar, es decir, el espacio nacional. Después de tantas preguntas, después de tanta descomposición psíquica y corporal, no pude no pensar en la historia de Fat boy como la historia de la tierra. Esa mole en descomposición es un fragmento de la historia, es la ruina de la que habla Benjamín, que registra las cicatrices históricas de la “nación”, pero se debe subrayar que la voz narrativa se legitima desde la margen. Fat boy no es la voz de un intelectual narrando la historia de su país, sino más bien es la historia de Fat boy dicha por un Fat boy (un personaje que ni siquiera tiene nombre propio), de un pueblo perverso y trágico de la periferia del país: Comodoro Vanderbilt. El personaje es víctima y victimario, es el producto de la violencia y es generador de violencia. Su mismo apodo es un insulto. Todavía peor, es un insulto en inglés. Lleva la inscripción lingüística del imperio en su cuerpo obeso. Comodoro Vanderbilt es el lugar por el que pasan huracanes, contras, recontras, guerrilleros y también la momia de Serguei, en cuyos dedos cuelgan los hímenes de las jovencitas como María la Danubia (el objeto de deseo).
No pude no pensar en el Vanderbilt del tiempo de los filibusteros, aquel viejo gringo oportunista que controlaba la ruta interoceánica de Nicaragua durante el tiempo del Gold Rush en San Francisco. Cornelio Vanderbilt, el empresario a quien se le permitió controlar el trasporte en el río San Juan y el lago de Nicaragua. Esa ruta servía de canal para los que pasaban de la costa este de Estados Unidos hacia California en busca de oro. Por ahí navegaba William Walker, nuestro filibustero, acaso uno de los padres o padrastros, a los que alude Fat boy. Recordemos que Fat boy no tiene padres legítimos: “tuve más madrastras que madres, y tuve menos padrastros que padres, sin embargo, crecí en mayor consanguinidad los años que sobreviví como un simple huérfano, que inclusive los años más sanguíneos”. En este texto no hay cabida para el imaginario de la familia burguesa como sucede en tantas novelas que intentan narrar la historia de la sociedad nicaragüense, siempre desde el centro de la burguesía, basta pensar en Castigo divino para enfatizar este punto. Las madres de Fat boy son tres, los padres son cuatro, relaciones “filiales” degeneradas y perversas.
Cuando leí Fat boy, tampoco pude no pensar en la situación “política” nacional, en su descomposición, en el mangoneo que a lo largo y ancho de la historia ha asolado eso, que con cierto grado de dolor y tristeza, llamo Nicaragua. No, no pude no pensar en la violencia y en la deriva de nuestra familia nacional si es que todavía se le puede llamar familia. Esa es la sensación y la imagen que tuve de Fat boy: “Me imagino que soy lo más parecido a un cuerpo, un hombre gordo y negro, casi morado, como yo, flotando sobre una puerta de madera en la inmensidad del océano […]”. A mi juicio, esta imagen es la más poética y la más cruel porque no es ni entrada ni salida, es la intemperie la única posibilidad, es vivir en un entremedio, naufragando entre la vida, la muerte y la inmundicia. Los personajes centrales en esta historia son huérfanos. El compañero de Fat boy es un bastardo. Su apodo es otro insulto. Su madre fue violada y asesinada. El bastardo es un hurgador de basureros, de ahí se alimenta, y su cuerpo apesta, es la costra putrefacta de la textura social. María la Danubia es otra huérfana. ¿Cómo no pensar en la historia de Nicaragua?
En efecto, la orfandad es central en este texto, y todo lo que eso evoca o arrastra: la violencia, la enfermedad, la pobreza, la descomposición del cuerpo, la carencia del afecto familiar. Si se menciona la tía Roca del bastardo, nunca pasa de ser una simple referencia inánime, no asume vida, está en la distancia. Su misma mención es una sorpresa para Fat boy.
Se pregunta Fat boy: “¿Mi historia me pertenece?”. La pregunta de pertenencia es el fantasma del texto. Cuando no es esa pregunta, son otras preguntas. Es un texto que por medio de los signos de interrogación se borra a sí mismo para penetrar en algo quizá más real: el submundo autorreferencial, su inconciente, y su “infravida”. Yo diría que no busca respuestas, sino que aspira a un procedimiento textual, en el que se genera un efecto de substitución. Es decir, una pregunta sustituye a otra, luego viene otra, dando la sensación de que la pregunta anterior ha sido contestada o ya no importa su respuesta porque poco a poco entra a un estado más grave de existencia y de incertidumbre.
El uso de los paréntesis trae el pasado al presente como un flash-back, el texto intercala la memoria con insistencia. Asimismo, hay una necesidad por intercalar elementos, mezclarlos, incluso las voces narrativas. De ahí que el diálogo no sea un diálogo en el sentido estricto, es también una especie de monólogo. Cuando escuchamos la voz de otro personaje, primero se filtra por la voz de Fat boy. Ejemplo: “Serguei le arrojaba un grosero ¿Cómo? ¿Todavía sigues atascada en la primera?”. Es decir, aunque escuchamos a Serguei, la voz narrativa de Fat boy no desaparece por completo, ambas se fusionan en una misma. Es una técnica bien lograda que exhibe cierta modalidad narrativa del habla popular nicaragüense.
Fat boy no es sólo un texto cultural y estético, para mí, es también una suerte de indagación o de autorreflexión; es un texto que interpreta, comenta y se prolifera, que anuncia y engendra incertidumbres productivas porque no ofrece respuestas, sólo produce problemas, y en ese sentido está lleno de posibilidades; nos ofrece un mundo para pensar, y hasta cierto punto, se abre a la posibilidad de transformar la manera en que entendemos el mundo y también a nosotros mismos.  



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*León Salvatierra (León, 1973): poeta, crítico nicaragüense. Actualmente cursa un doctorado en la Universidad de California-Berkeley, Estados Unidos. En junio del 2012 publicó un libro de poesía, Al norte (Editorial Universitaria UNAN-León). Es editor de la revista literaria El Mercado, que se edita en León, Nicaragua, y en Berkeley. Aquí se pueden leer varios números.

** Fat boy es el primer libro publicado [noviembre, 2010] por Luis Topogenario.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Los institutos contra el escritor


La reflexión acerca de las condiciones culturales que se encuentra el escritor(1) en su momento de emergencia, que son las que van a moldear su producción, así como el ciclo vital de ese producto, es ineludible. En sociedades cuya cultura es mostrenca, o está supeditada a los fuertes embates políticos, y sus institutos no están firmes, el escritor más o menos tiene que hacer de factótum, desgraciadamente

De entrada, por supuesto, descontamos que el tipo, en su tiempo libre, tiene que conseguir un trabajo rentado con el que costear su tiempo ocupado. Además, tiene que hacer un poco de autopublicista, lo cual siempre es un lugar "sucio", mal visto, pretencioso, el que más fácil se condena -no sin razón-, y donde las fronteras entre los farsantes y wannabes y los escritores reales son muy borrosas. Por otro lado, con la carencia de una masa de críticos literarios que produzcan para su sociedad, el mismo escritor tiene que hacer las veces de crítico, con la consiguiente cojera intelectual, porque es casi imposible: trabajar, formarte como crítico, autoenseñarte a escribir, escribir, y, bueno, vivir: esas trivialidades como tener familia, realizarte como persona, odiar a los Indios del Bóer, etcétera. Ni qué hablar que la relación con un editor de la industria, si el escritor tiene suerte, es una relación entre hermanos que tiñen el glorioso pendón bicolor. Y por último, si su empresa cultural es seria, debe afrontar el embate de la sociedad espectacularizada, reificada, fetichizada, que lo castiga precisamente por serlo, por traicionar el cómodo lugar de productor cultural despolitizado que le tenía reservado el hermano establishment.

A lo que voy es: parte -y no menor- de la actividad como escritor también está en hacer un diagnóstico de las condiciones culturales en las que éste emerge y en las que, nada más y nada menos, se va a insertar y va a actuar su libro. Este diagnóstico no puede ser el de un especialista(2), porque el escritor no es un especialista, sino un aficionado, un actor -o, bueno, quizá hay afortunados especialistas entre nosotros, pero serán de los multiúnicos-, su semblanza se parece más a la del peón de ajedrez que a la del caballo. Lo que quiero decir es que el escritor no debe [no debería] esperar a adquirir el conocimiento de un especialista para reflexionar su diagnóstico cultural, sino que, por estar en el presente, ya lo ha recibido. Puede rehusar este recibimiento, encerrándose en su santuario marmóreo. Pero en realidad su única opción es simplemente saber qué hacer con este presente, como el resto de todos los otros mortales.

Esto, este diagnóstico, tiene mucho que ver, creo, con algo que los narradores aquí deberíamos poder platicar: y es el status cultural que le adjudicamos a nuestra actividad, la carga de valor social que depositamos en nuestro libro, y la forma cómo hacemos explícita esta valoración. Porque hay dos personas que sí tienen perfectamente clara la vaina, y que hace ya un par de décadas que vienen funcionando en base a ello: la industria literaria [y su brazo largo, que invade y permea Nicaragua, igual que como se invade un estanque más], y las minorías culturales [donde las reivindicaciones de raza y género son, obviamente, el pitcheo estrella]. Estas dos personas sí que tienen claro para qué sirve un escritor, qué valor social carga un libro, cómo se defienden, dónde se ocultan quienes los escriben, cómo hacer para exprimir todo ese jugo, en qué refresco colarlo, etcétera.

Pero los jóvenes narradores aquí, corríjanme si no es así, no son ninguna de estas dos personas [o por lo menos los que he conocido hasta ahorita]. Son la clase media [media baja, media media, media alta] urbana(3), parecida a la clase media urbana de El salvador, de Honduras, parecida a la clase media del país Clase-Media, un país que, según tengo entendido, no tiene pendones, estandartes o heraldos. Y digo los jóvenes narradores no sólo por la cuestión "generacional", sino también porque mañana estos narradores van a ser viejos; y los chavalitos que están naciendo hoy, en el Vélez Páiz o en el Bertha Calderón, son los que nos van a combatir culturalmente mañana, así como nosotros combatimos con los viejos hoy.

Sé que la gente está ávida de platicar de estética, de entrarle a la narratología como se le entra a un queque. Yo también. Pero todas las cosas tienen su prioridad, todos los elementos tienen su urgencia. Puede ser interesante querer ser el thomas pynchon(4) de Nicaragua [a quién no le gustaría ser una commodity cultural], y hasta defendible -para el punto de vista pequeñoburgués, obviamente-; en última instancia cada quien va a hacer como le parezca, va a escribir lo que le plazca, y va a envejecer como pueda, no como quiera. Pero si yo veo al thomas pynchon nica, a la vedette, a la commodity, bueno, seguramente no vamos a poder jugar al béisbol inglés.

Creo que poder platicar cómo son, cómo están, cómo no están, los institutos literarios del país, y sobre todo, cómo encajamos nosotros en ellos, sería de un provecho y una urgencia ineludible para los narradores, sobre todo si te toca, ni modo, ser un factótum, mal factótum. Institutos como el blog, que tiene un potencial comunicativo tremendo, pero a su vez comporta un riesgo de alienación cultural para un país cuyo uso de la red informática tiene escasa penetrancia, sin contar que el blog no está constituido aún como un instituto literario de status, y quizá nunca lo esté aquí, platicar eso, y no funcionar únicamente en base a hechos consumados. Puede ser que aquello que vemos como una oportunidad de emancipación histórica simplemente sea: nosotros reforzando esta especie de servilismo cultural, anecdótico, burográfico.


(1) Lo que es yo, de ahora en más, cada vez que les planteo la palabra "escritor" me estoy refiriendo a los majes cuyo núcleo de producción, si no en exclusividad por lo menos en importancia, es la narrativa. A los poetas les digo "poetas".

(2) Volverse un especialista, al decir de Edward Said, es la vía más rápida para permutar un grado de focalización más amplio por uno más chico, pero más intenso. Ser un amateur o aficionado ["aficionado" aquí como lo nombra Julio Cortázar] no quiere decir ser un diletante o un holgazán intelectual. Ya nos advertía Pedro Henríquez Ureña -y creo que trecenas de intelectuales más- que no se puede defender, en nombre de una supuesta "inspiración", "espontaneidad" o "libertad intuitiva", la carencia de rigor intelectual y esa ictericia de pereza intelectual que parece estar muy de moda hoy en día. Esa actitud debe ser condenada.

(3) Más exacto aún: son la clase media metropolitana [la más managua de las managuas], como quiera que hasta ahora no he podido platicar con jóvenes escritores de otras urbanidades de Nicaragua, seguramente los otros compañeros están más al tanto de esas pláticas, si existen, y cuáles son sus productos.

(4) Ey, ¡a quién no le gustaría!: nadie te molesta [o quien te molesta puede ser esquivado], nadie se entromete con tu vida privada, sos candidato al Nobel pero tu única fotografía pública es la de tu album liceal; y lo único que tenés que hacer es revisar tu texto, darle Ctrl P, anillarlo, enviárselo a tu editor, y listo, él se encargará de lo demás. Mejor: ahora se lo enviás por tablet, y punto.