Discusiones centrales

.- ¿Existe una generación de escritores nicaragüenses emergente? /
.- Relación de estos nuevos escritores con el establishment literario nicaragüense /
.- Literatura nicaragüense en el exilio, y cómo esto se relaciona con el país como narración nacional /
.- Literatura como actividad política. ¿Cómo la percibimos dentro y fuera del país? /

viernes, 12 de abril de 2013

Política y arraigo. Una lectura del relato "El encuentro", de Javier González Blandino

He pasado por momentos curiosos, por así decirlo, a la hora de escribir este texto. Lo he hecho y rehecho varias veces, reordenando las ideas que pensaba plasmar, "quitándole gas" a algunas para colocarlo en otras, o incluso eliminando por entero unas, favoreciendo otras, cuando luego las eliminadas volvían a aparecer, a arraigarse, como sugiere una de las ideas principales que propongo acerca de "El encuentro". 

El arraigo. El estar prendido a la teta de la tierra no como un hombre de metal u hormigón, o como el representante de un hombre, la mercancía, sino como un árbol. Esto es, pensar los bosques ideológicos de los hombres como si fuesen árboles en la tierra del pensamiento nacional, no mercancías. Además, para ideas como prendas de ropa ya tenemos Metrocentro.

Estas vacilaciones no responden en realidad más que a una multiplicidad de focos que pueden colocarse en el texto de González Blandino. El texto se puede leer aquí [primera parte y subsiguientes]. Es posible pensar este texto desde múltiples ángulos. En mi caso, a diferencia de los que a gritos llaman perniciosa y vergonzosamente por una lectura "no ideologizada" de la literatura[1] -lo que sea que eso quiera decir-, haré una lectura política, ideológica, si se me permite la redundancia, de lo que el texto -para mí- hace.


Pero, paréntesis aparte, estas fluctuaciones de foco también arrojan un poco de luz sobre la marcha de mi propio proceso creativo. Yo también he ido, en este tiempo transcurrido desde el alboroto iniciado en el 2012 alrededor de lo "generacional", perfilando ciertos rasgos, ya sea para radicalizarlos o para suavizarlos. Y con estas modificaciones se ha acompañado una forma de ver "El encuentro", de dialogar con él, así como con otros textos de estos nuevos escritores nicaragüenses. Entonces, esta lectura fue hecha y deshecha al mismo ritmo en que mi repertorio analítico en general, así como mis intuiciones, se han ido modulando, modificando.


Por último, siempre me gusta recordar de que yo no soy un crítico literario, o un académico, sino un escritor. Difícilmente entonces intente -ni quiero- presentar la especialización de un crítico. Y espero jamás especializarme en estas cosas. En ese sentido -en el sentido que ya explicaron, entre otros, Julio Cortázar y Edward Said-, soy un aficionado. Escribo esto porque me gusta, desde el punto de vista intestinal. Y, desde el punto de vista político, porque hallo de sumo valor el leerse entre compañeros de época, y sobre todo el construir ideas en base a esas lecturas; y no que las cosas queden simplemente como quien dice "Ah, sí, te leí", o el que grita "Agua va". Las responsabilidades del escribir también invaden las responsabilidades del leer.

Bien. Mis ideas acerca del encuentro son básicamente dos:

i) La idea del arraigo: en el texto hay una clara operación ideológica que busca reafirmar el vínculo entre dos agentes, el lector y la "nación". Tanto la historia como el lenguaje en que está narrada funcionan como dispositivos de esta operación en busca de reconocimiento mutuo, de pertenencia, de agencia recíproca.

ii) La política y el culto(ura) religioso: una idea de desplazamiento de lo político a otras actividades que laten en la sociedad.
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El proyecto político del arraigo

"El encuentro" es el segundo relato incluido en el libro Historia vertical. González Blandino inicia este libro dedicándolo así:

A la ciudad de La Paz Centro: entre la escritura, la memoria y todo lo que callo, tu nombre es el Único lugar posible.

Repito, como loro: el Único lugar posible.

Esto es un inmediato e inequívoco posicionamiento del autor con respecto de su lugar de origen. Establece, sin ambages, rapidito, como diríamos allá, un claro vínculo de pertenencia, de localía. En el transcurso del texto, vemos que al narrador no le interesa ser un ciudadano universal; no es un tipo de ninguna parte, invadido culturalmente desde todas partes. Las saetas de la cultura extranjera no lo desangran. Lo último que podría ser este hombre es un collage de fruslerías culturales. En vez de eso, es un especialista en La Paz Centro. Su "profesión" es esta especialización, este expertise. Vemos que este tipo está arraigado aquí, es de aquí, sus fragmentos no están esparcidos en trecenas de miles de franquicias de mercadería cultural. Su estar-ahí no se envasa, y quizá no sea entendido a cabalidad por esa gran Otherness allí afuera.

Por supuesto, con un epígrafe o dedicatoria no basta. Le podemos dedicar un texto a quien sea: a nuestro gato, a nuestro paladín, a nuestro traidor; esto no nos dispensa aún de establecer en nuestro texto un lazo de pertenencia. Los epígrafes se honran o no son epígrafes.

En "El encuentro" esta evitación no ocurre. Es un dardo directo a ese arraigo, a esa pertenencia, a esa tierra, a ese lodo, a ese suero quesillero.

Este arraigo está negociado en dos lugares: en la historia, y sobre todo en la relación del protagonista, José Ángel, que está construido como un patriota, no como un patriastra; y en el lenguaje: la relación de arraigo invade el lenguaje, y el narrador nos invita a quedarnos dentro de sus fronteras al narrarnos la historia desde su localía, una localía no invadida por artefactos culturales de un mercado multinacional. El narrador no es un extraño. El narrador podría ser un chofer leído lapaceño, o un párroco, o un maestro, o un rapiñero tras un ataque de consciencia. El narrador no es un ser hiper-excéntrico que se empeña en su empresa para mostrarnos lo rarito que es ser él, o lo difícil que es ser original en estos días donde, huelga decir, uno "siempre es único", o lo relativista que puede ser fundarse en este mundo cuyo modernismo de mercado parece haber roto los cómodos valladares de la nación. Este narrador no está neurotizado por eso. Él ya tiene resueltas en este texto esas dudas. Así que no le interesa ser la vedettonga cultural especializada en Pittsburgh, no corre lo más rápido que puede a mostrarnos todo lo que ha consumido: el catálogo de películas de Kurosawa, o el catálogo de discos de los Beatles, o el catálogo de algo, no, este maje no cataloga; ese sprint, invadido de títulos de canciones, películas, y de un collage de productos consumidos y sobrecitos plásticos, no sucede; no le importa mostrarnos lo que consumió, algo que sería frívolo entre las frivolidades, si las hay.

El tratamiento del lenguaje en el texto me recuerda mucho a la tradición narrativa de Adolfo Calero-Orozco y esa oralidad marcadamente local que uno puede encontrar en sus relatos.[2] Veamos, por ejemplo, lo que anota el chileno-nicaragüense Fidel Coloma de Calero-Orozco[3]:

"La impresión primera que dejan los cuentos de Calero es de carecer de todo artificio técnico. 'Yo no tengo ninguna técnica', nos ha dicho él mismo. ¿De dónde procede este efecto de 'naturalidad'? Pensamos que el secreto reside en la postura narrativa básica del autor: adopta la actitud ingenua y desprevenida del cuenta-cuentos, (expresión de Calero), del narrador o del juglar que embelesa a su auditorio con sus fábulas e historias, cuyos pasajes más salientes va marcando con inflexiones de la voz, comentarios humorísticos, gestos y ademanes.[...] Calero-Orozco se decide por trabajar con el lenguaje real, con las modalidades concretas del habla nicaragüense.[...] El autor posee un conocimiento asombroso de las formas del lenguaje popular y campesino. No ignoramos que el habla nicaragüense no presenta diferencias tajantes entre lengua vulgar y culta, lo que podría explicar también la gran flexibilidad con que Calero maneja este lenguaje. Desde el punto de vista liteario nos interesa, sobre todo, señalar la función que desempeñan estas formas populares en su obra narrativa: ellas le permiten configurar la realidad artística de sus narraciones. El lenguaje popular funciona a la manera de un vocabulario técnico, creador de ambiente y de ilusión de realidad. En cada narración es posible determinar un grupo de expresiones que sirven para caracterizar y moldear específicamente la estructura".
Algún tipo de tradición literaria, entonces, está respirando entre el texto de González Blandino y Calero-Orozco. Sus elecciones y afinidades están colocadas en el mismo sitio.

Si bien la historia de "El encuentro" en sí nos cuenta, paradójicamente, un desarraigo -la del protagonista que sale de su pueblo hacia un encuentro espiritual organizado por la iglesia a la que asiste-, lo hace para reforzar en el lector el poder de la pertenencia, del arraigo, del ser-aquí. El protagonista, José Ángel, no se angustia porque no sabe de dónde es, o a dónde irá, o qué cosas lo contienen ni qué le espera. No. Se angustia precisamente porque lo sabe. Sabe que un día amanecerá y él no estará en La Paz Centro, y ese saber lo apabulla, como si La Paz Centro y el protagonista pudiesen decirse mutuamente "Nos pertenecemos". Nos queremos. La tierra y yo nos queremos. Él lleva los chicheros y la tierra menea los muertos.

Que el nombre de pila del protagonista sea José Ángel, ya lo sospechamos, es bastante relevante. Ángel en particular, además de una figura angelical o cretinizada, y susceptible de paternidad, es también un nombre no sexuado. Todos estamos incluidos en Ángel. Por supuesto, el contraste de Ángel y su condición de bazofia humana, cuyos crímenes son robar, violar mujeres y soñar con su madre o su familia, agrega otra recta a la compleja y contradictoria condición humana.

¿Qué le ocurre a este Ángel, donde podríamos estar incluidos todos, cuando arriba a Chinandega y desciende del bus?:

[...] se alejó del grupo, se le vino un estremecimiento de desamparo como cada vez que atardecía y él se encontraba fuera de La Paz Centro, expulsado de su gente, del culto de las seis, de los cerros de su ciudad oscureciéndose mientras él cenaba en el quicio de la puerta, y volvió a pensar en su ciudad: en el bullicio de los pájaros del parque a esa hora en las frondas; en su madre, [...]

Pensá en los cerros de tu ciudad, si tenés ciudad. Dibujále unos cerros a tu ciudad, si tu ciudad nació sin cerros, o si el hambre de urbanidad se los cortó -como se cortan dos tetas hiperlinfáticas y enfermas- para colocarle esas várices de asfalto que llevan a alguna parte; o quizá los cortaron para regar unos frugales campos de soya. Y si no tenés ciudad. Y si no tenés.[4]

El homo güegüensis: La broma, la política y el culto(ura)

La broma que el protagonista, José Ángel, lanza en el vehículo que lo transporta al encuentro religioso, es el atentado inicial al orden. José Ángel lanza su bromita, y bajo este paraguas de artefacto de humor podemos resguardar mucho de lo percibido como "autóctono"  o "nica": la ridiculización ubicua, la degradación de lo solemne y la parodización nacional prácticamente de cualquier cosa. Si en Nicaragua se da el milagro de que vive un tipo legendario, lo primero que vamos a hacer es mofarnos de sus espinillas o vamos a encontrar una forma de nombrar su jeta y hacerla coincidir con una fruta o una verdura. Luego de cierto calambre abdominal, hablaremos de lo legendario. Si es que llegamos, porque a veces lo legendario no nos alcanza. Pocos países hay en el mundo menos solemnes que Nicaragua, donde rebanar, asarear, humillar y agüevar son prácticamente habilidades sociales sin las que el humilde y honesto ciudadano nica no puede prescindir. En algún puesto de camisetas del Mercado Roberto Huembes tiene que holgazanear colgada de su percha alguna prenda que rece "Si no sabés rebanar, no sos nica", o "Hacéte nica, rebaná". 

Pero, sobre todo, bajo este humor perverso e imprescindible también podemos colocar la herramienta de la política. Con esta broma, el homo güegüensis establece los términos en que el poder va a negociar con él.

En "El encuentro", la recreación del fenómeno de las iglesias evangelísticas es muy significativo. A decir verdad, estas iglesias funcionan como la sustitución de la política, que ahora está desplazada a unas estructuras de poder que no son canónicas -esto es, no son sacras, católicas, apostólicas, romanas- pero que, no obstante, mimetiza procedimientos que clásicamente eran de órganos políticos.[5]

Ahora bien, el inmediato recurso contra la broma del protagonista es la de restablecer el poder. ¿Cómo? Matando al político. Ese ser molesto que todos llevamos dentro. Curiosamente, la lectura materialista la hace el diácono que responde a la broma para restablecer el orden, no sin antes diagnosticar de forma digna de un materialista la situación. González Blandino lo narra así:

El diácono mantuvo los ojos fijos en las columnas inscritas y en un sobre membretado sujeto en la tablilla. Tiene que pensar bien lo que va a contestar. Este asaltante pancasaneño quiere sonar simpático, jugar al que domina la situación, piensa. Busca el control, quiere ganarse a los demás con una broma simplona, con un arranque de vulgaridad. Demostrar coraje aún en estas circunstancias en que los demás están replegados, se estará imaginando que bromea con los otros delincuentes en la esquina de su cuchitril. Busca ser el cabecilla de estos hombres domesticables, pobre chabacán, pobre abusador confeso.


El discurso del hombre nuevo, aquél que va a surgir después de enterrar lo que del hombre ha sido "asesinado por el pecado", también nos lo proporciona el cura, revestido en el discurso metafísico de la religión. Un discurso, particularmente materialista, según comprobamos. Porque cuántas cosas más materialistas que mantener ordenadas las jerarquías donde circula el poder.

Pero parece que al hombre hay que infantilizarlo antes de hacerlo un "hombre nuevo". El logo de la iglesia que nos revela el narrador es urticante: "un orbe en cuya cúspide estaba dibujada una mano grande asiendo una diminuta". Esta mano diminuta es la del hombre nuevo, ése que estas iglesias iluminadoras y estos cultos despampanantes cercenan de lo político. Y farfulla la madre de este Ángel al observarlo frente al altar: "algo le prometieron estos al baboso que cayó como un niño". Esto perfectamente se podría decir también de un comité de base: el que está ideologizado no sería más que un baboso que cayó como un niño en esas infantiles categorías marxistas de "luchas de clases" y adornitos por el estilo. En este sentido, entonces, madre y mujer continúan siendo ese ser que es el sujeto político por excelencia: aquél que te abre los ojos, que te protege, que te lava los hematomas coagulados después que te pegaron cobardemente. Aquél que ve cómo sos un baboso. En "El encuentro": madre y mujer que desearía más un hijo delincuente pero real, íntimo, capaz de recibir alivio, ternura, afecto, capaz de ser tocado, de ser malo; madre y mujer que desea más un hijo así que un evangélico "comegallinas" que ya no es de ella sino de un culto, que ya no porta ideas sino una tabula rasa donde se imprimen los decálogos de una moral extranjera, universalista, esencialista. Un hombre que realmente no es nuevo, sólo es inventado, incompleto, irreal. Un hombre que es ideología.

Pero la opción de lo real todavía está despierta en el protagonista. José Ángel todavía reconoce las estructuras de esta institución; todavía se pregunta mordazmente si 

¿Era acaso él la única mente despabilada entre todos estos bultos ingrávidos y sollozantes? ¿El único cerebro inmune al timo hipnótico del que era testigo?". 
Hay una asimilación de la experiencia del culto con la experiencia del acto de masas, del comportamiento de masas, donde el espacio de la crítica privada está suspendido,[6] y reina un orden digno del ganado vacuno. Otra vez: al mimetizar y sustituir modos de órganos políticos clásicos, paradójicamente estos fenómenos religiosos son más materialistas de lo que les gustaría aceptar. Quizá alguien diga que "las cosas son así", que al ser el hombre un animal gregario estos modos son inevitables, y que es al revés: han sido los órganos políticos los que tomaron y mimetizaron los modos y prácticas sociales de masas de vetustas instituciones religiosas, y que es la política más metafísica y mística de lo que le gustaría aceptar. ¿Sustitutos que se culpan mutuamente? ¿Impostores acusándose? ¿Tanto la Ecclesia como la polis tienen las mismas uñas?[7]

El final de "El encuentro" muestra cómo la ideología de la ideología no es más que una caricatura. No existe sólo un discurso, sólo un modo, sólo una imagenología en la cabeza de un individuo. Aquel relato de que la ideología "lava el cerebro", o las constantes apelaciones al lugar común de que la ideología es "falsa consciencia", pasan por alto lo que narra "El encuentro": que un individuo puede sucumbir a la hipnosis de la ideología y al mismo tiempo subvertirla, continuar siendo todo aquello que niega este ideología.[8] En términos de este texto: ese hombre que asiste a esa institución que promete purificarlo, pero que al mismo tiempo continúa siendo esencialmente el antídoto a esa institución. Alguien que violará mujeres y después se sentará, sin mosquearse, a la mesa de Dios, para contarnos lo más fabuloso del alma.

¿Por qué ocurre este desplazamiento de la política? ¿"Posmodernismo" puro y duro, y todos contentos? ¿O hay sabores locales exacerbando el brote de este amigable "hombre nuevo"'? Más allá de la anécdota del delincuente que siempre será delincuente y que nunca se reformará -en resumen, la condena, la perdición del hombre-, "El encuentro" eleva preguntas complejas e interesante y, por suerte, no se mofa de intentar responderlas, simplificándolas payasescamente. 

En este texto, González Blandino viene a pitchearle al modernismo de mercado como se hace en La Paz Centro: con los chicheros y meneando los muertos.


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[1] Insisto que regresaré contra esto en otro momento.

[2] Mi desgraciadamente limitadísimo acervo cultural con respecto de Adolfo Calero-Orozco se reduce al libro Cuentos nicaragüenses, editado por la editorial Magisterio Español, Madrid, 1970. Los cuentos incluidos en este libro son: "Brocha gorda", "El corte blanco", "Polvo de oro", "Una tragedia en el campo", "El solar de la Tana Quintana", "Lecciones de español", "Entre compadres", "Claudio Robles, padre de Sebastián Robles", "Martín Rayo", "Compañero de cama", "Cuando se ponga la luna", "Inesilla", "Sanabria" y "Catín, criatura inolvidable".

[3] En el prólogo del libro que tengo de Calero-Orozco, dice alguien -el editor, asumo- en ese año de 1970:

Sobre Adolfo Calero-Orozco se han publicado varios estudios. Quizá el más completo sea el que se debe al crítico chileno Fidel Coloma González, yaque abarca los aspectos fundamentales de la obra y de la vida del gran narrador nicaragüense.
Vaya uno a saber cuál es el estado de salud actual de la crítica sobre la obra de Calero-Orozco.

[4] Comparar por ejemplo con el texto "Relato sobre papel de arroz", de Luis Báez, en el libro El patio de los murciélagos [pág. 44], donde narra:

¿Sigue mala tu moto?, preguntó Sergio a Antonio mientras salían a la lluvia y al parqueo. Sí, y la verdad no creo repararla porque igual me voy a ir a la verga. Ya, dijo Sergio, ¿y para dónde vas? No sé loco, murmuró Antonio, pero largo de aquí, este país se está yendo muchísimo a la mierda y no hay nada que se pueda hacer. ¿Y eso?, preguntó Sergio. Pues sí, dijo Antonio y ambos se montaron al Yaris rojo.

También hay pasajes así en textos de Alberto Sánchez Argüello donde, coincidentemente, el país -y con ello el pulso de la nicaraguanía- parece que es prácticamente eso: nada más que un comemierdero cuya única utilidad es la de poder irse de él. En estos casos, estos personajes no son managuas, sino que están condenados a serlo. El contraste con la vertiente ideológica del texto de González Blandino es patente. Es otra urbanidad, otro cuerpo, otra política.

[5] Sospecho que este fenómeno tiene sus réplicas desperdigadas por toda América Latina. Les cuento que aquí en Uruguay es curiosamente muy similar a como lo narra González Blandino -en términos generales, claro está-. En Montevideo, estas iglesias evangelísticas compraron los viejos cines que antaño alimentaron la cultura en una sociedad donde no había YouTube o dvds. Incluso surgió una "conmoción cultural" hace poco cuando "Pare de Sufrir" -una de estas iglesias- compró el Cine Plaza, que ha sido un tradicional referente en el ámbito de la cultura montevideana. Estas iglesias también organizan sus excursiones, y programan sus retiros espirituales, y controlan a sus fieles de formas... ¿casi soviéticas? Sus oraciones dominicales vespertinas tienen el mismo matiz de hipnosis ganadera que aparece esbozada en "El encuentro", con venta de "jabones de jerusalem" -importados localmente desde la frontera brasileña, por supuesto- y otros chiches incluidos. Sin embargo, aunque estas iglesias han brotado profusamente en los últimos años, debido al matiz más liberal de la sociedad montevideana -en comparación con la nicaragüense- no han acaparado ningún nivel de prestigio social. Al revés, son vistas como nido de estafadores o como una especie de gambito empresarial que los billonarios brasileños utilizan para lavar dinero. Y en cualquier rincón de los sectores progresistas -que son, en definitiva, el grueso de la sociedad uruguaya- hay una retórica de de desprecio social hacia estas iglesias. Igual, aún así es de notar su proliferación y multiplicación, así como la constatación de cómo este fenómeno se parece al de otros países. Así que, si tanto crece este negocio de ser "buena gente", tan mal no les va.

[6] ¿"Groupthinking"?

[7] ¿Ecclesia = Ekklesía? ¿Serán parentela estas palabras?

[8] Entre muchas obras, y muchos libros, para el tema "ideología" recomendaría leer dos libros ejemplares de la cuestión: Ideología. Una introducción, de Terry Eagleton; El sublime objeto de la ideología, de Slavoj Zizek. Hay un tercero, del que todavía no me he podido hacer, pero del cual he leído excelentes comentarios, y algún fragmento aislado, The Concept of Ideology, de Jorge Larraín, que, bueno, si alguien conoce algún recurso, se lo agradecería.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Update sobre lo generacional, antes de "El encuentro"


Estoy escribiendo -por desgracia con interrupciones- un texto acerca de "El encuentro",[1] relato de Javier González Blandino incluido en su libro Historia vertical, un libro que recomendaría a todos aquellos que les gusta decir que los escritores nicas de hoy están desentendidos del país. Antes de continuar -y terminar, por favor, terminar- con "El encuentro", quería exponer algún cambio en mis ideas con respecto a esto de "lo generacional".

Si bien la obra de González Blandino no depende de nadie que la esté chineando y perfectamente puede andar por sí sola, sí es conveniente recordar que su charla en el ciclos de #Los2000 está enmarcada dentro de la construcción de "lo generacional". Este mismo blog en un principio pretendía dar cuenta de la discusión al respecto, aunque sus resultados han sido bastante escasos, aunque no por ello despreciables.

Actualmente soy muy pesimista en cuanto a esto de lo generacional. Digamos que mi pesimismo está matizado, ralentizado, por la baja intensidad cultural de estar en el exilio y no tener acceso a la materia prima de Nicaragua en la actualidad; y sumamos que, bueno, de última prácticamente a nadie le importan estas palabras. 

Mi pesimismo pasa sobre todo por cómo se ha tratado la categorización o fundamentación de lo generacional. Por ejemplo, en las charlas de #Los2000 no recuerdo a ninguno de los participantes preguntándose primero de qué hablamos cuando hablamos de generación. Asumo que habría un consenso con lo que en el prólogo del libro de #Los2000 se propone, tomando como base a José Ortega y Gassett. 

Pero bueno, obviando eso, ya he planteado en el recurso inicial de este blog que hallo completamente intrascendente, a efectos de política cultural, tratar lo generacional como si se tratasen de generaciones del colegio[2]. ¿O... no? ¿Podría ser que no? ¿Podría ser que en el fondo no es intrascendente, sino todo lo contrario? Quizá ocurre, muy a pesar mío, todo lo contrario. Me explico: 

Mi hipótesis vieja contenía estas ideas: primero, el concepto de "generación literaria", para que fuese funcional y no una fruslería, tenía que tener una base política -cultural- de algún tipo, con respecto de la cual los escritores van articulando sus textos, sus estilos, sus poéticas, sus estéticas; segundo, a muchas personas les gusta cacarear de que porque tuvimos una revolución y un hecho traumático como una guerra civil, eso ya aseguraría per se, siguiendo alguna ruta esencialista que desconozco, una especie de cambio generacional, cuando esto no tiene ningún fundamento: el evento histórico relevante es, obviamente, casi una condición básica, pero no asegura nada por sí solo, porque el escritor todavía es un agente de su propia lectura de ese hecho histórico, [el escritor puede perfectamente hacer una lectura "antihistórica" o ignorar directamente esta ruptura, y escribir como se escribía hace cincuenta o cien años atrás], así que negarle esta agencia es simplemente robotizar su producción cultural y situarlo como el resultado proteico final de una especie de cascada enzimática sobre la que no puede actuar; tercero, en mi humilde y pigmea opinión, entonces, no estaba ocurriendo en Nicaragua, en cuanto a literatura, nada excepcional que no estuviese ocurriendo más o menos en todas las otras partes del continente, a saber: los escritores, como cualquier otro agente cultural, mostrando en sus textos la experiencia de la entrada traumática de América Central a eso que algunos llaman el "posmodernismo". Es decir: aquí en Nicaragua no hay ninguna generación literaria.

Por supuesto que esta hipótesis estaba equivocada. Pero creo que estaba equivocada no por la parte de lo que esté ocurriendo en Centroamérica en tanto que pasa de un siglo con un capitalismo incipiente, con un bajísimo coeficiente democrático-burgués, más una flaca historia de estabilidad institucional, y unos valles en cuyas laderas el postestructuralismo nunca puso un hacha, a un siglo donde se le somete, sin transición mediante, a un intenso modernismo de mercado. Lo errado de mi hipótesis no tiene que ver con esta parte, sino con la parte del constructo de esto que es "lo generacional".

Mi hipótesis actual, que espero esté equivocada también, es la siguiente: el constructo de lo generacional y la institucionalización de la producción literaria más reciente en torno a "la generación del 2000" es una operación nacionalista, cuyo objetivo es el de establecer un producto al cual los nicaragüenses -o los nicaragüenses imaginados- podamos remitirnos, imaginar, comprar/consumir, y, sobre todo, legitimar a través de esta remisión, imaginación y compra/consumo. Modelos de legitimación para (re)forzar un [algún] proyecto de nación. Realmente esta generación no existe. Se ha inventado, para hacer avanzar la historia literaria de un país, y su nacionalidad, fallados.

Entonces ahora me cabría mejor el porqué de esta "generación de colegio". Como cuando estábamos en quinto año -en mi caso me tocaba la Generación '96 del CCA [o generación "marciana"]-, no había nada en común más que estar allí. ¿Qué tienen en común estos escritores? Nada. Excepto que están allí. En tal año estaban allí. Y en tal año están acá. Se ha hablado com mucha generalidad y vaguedad de los escritores desapegados al país, o despolitizados, o de escritores jóvenes que "tienen muchas inquietudes". Y en esto vuelvo un poco, como en rueda, a un ensayo de Rorty[3] que leí recientemente: con respecto a esta supuesta "generación" se habla de "desasosiego", de desapego, de apolitización, etcétera, con una vaguedad y con un nivel de laxitud con el que es imposible discutir. Es una discusión textualista, rortyianamente textualista. Al carecer de argumentos, de argumentatividad, y el basarse en artefactos retóricos como "estos escritores inquietos", o en casuística, por lo menos en lo que respecta a narrativa, pues parece difícil poder sentarse a discutir. Y sin embargo el proyecto nacionalista de la "generación" continúa adelante y, si tiene éxito, podremos ver que en el futuro los jóvenes escritores -los que ahora mismo están apenas pegados a una teta- serán todo lo contrario, ¡cómo no van a poder serlo, si nos tienen que combatir! Ya hay quienes están alineando sus apuestas de cuándo "nos" van a derrocar los de la siguiente generación. Por supuesto, los que vienen serán militantes, decididos, arrojados, irán de frente en sus textos con las cuestiones políticas más candentes, serán neo-algo, y explorarán sin ambages lo retorcido que estará la nación bajo los letales imperios de la tecnología del 2040. Quizá la tecnología para ese entonces ya ni siquiera sea el techo de la sociedad, sino el piso; quizá su imperio sea algo ubicuo, invisible, ya parte del océano natural y ahistórico de lo ideológico. Ey, quizá ni siquiera exista el país Nicaragua como tal para el 2040.

Yo estaba viendo entonces de forma "errada" esta "colegialización" de lo generacional: lo estaba viendo desde lo literario como un espacio político nuevo de construcción que, luego, multidireccionalmente regresará a transformar otra vez lo literario. Ahora lo veo desde lo político [el proyecto político cultural nacionalista] como apropiación de lo literario para sí [la literatura que sea que haya allí; en verdad, la que sea]. Entonces es todo lo contrario: precisamente esta trivialización de lo generacional como generaciones de colegio es la que sirve a esta operación nacionalista. Un pensamiento de lo generacional desde lo crítico sería imposible para esta empresa, sería antinatural, porque la construcción de lo nacional implica, ni qué hablar, cierta suspensión crítica. Ok, los nicas somos unos bebeguaro, o "¡Viva el Bóer!" justo en el movimiento final del himno nacional, ¿qué es?: es suspender la crítica. Por eso esta generación literaria es construida como una generación de colegio. Porque de lo contrario una crítica política -como la de mi hipótesis inicial- derrumbaría este proyecto. Reformulo: para que haya una generación, o por lo menos desde mi pigmeo concepto, tiene que existir algún tipo de conspiración política por parte de los productores culturales. La diversidad estética siempre está asegurada. Pero cierto grado de cohesión en cuanto a política cultural es imprescindible. Si no la hay, es nacionalismo banal puro[4].

Ahora, ojo: que sea una operación nacionalista no quiere decir automáticamente que sea algo deleznable, ¿o sí?, o que sea una especie de estafa ideológica a la cual sometemos los consumidores de cultura. Pero no tener presente que lo es sí. Significa casi una estafa ideológica contra uno mismo. Luego que una operación nacionalista legitima un producto, el poder cultural que este producto de pronto adquiere es temible. ¿Puede ser que el país, la nacionalidad fallada, necesite, esté urgido, de un tipo de cemento nacional, y esto en última instancia viene ayudar al "pegue"? ¿Puede ser que las élites culturales, productoras de textos y autoconsumidoras, estén reaccionando frente a ese vaciamiento cultural "posmodernista"? ¿Es posible que mientras más patriastras somos, más patriotas queremos ser? ¿Y qué élites? ¿O qué parte de ellas? Pero no: aquí nadie comparece, nadie argumenta. Sólo se habla de lo refrescante que son los jóvenes, o se clama a gritos -dignos de una Purísima- bregando por una lectura "no ideologizada" de la literatura. [5]

Decir -y demostrar, ya que es todavía sólo mi hipótesis- que es una operación nacionalista conlleva un sinnúmero de preguntas que el escritor debería preguntarse: ¿en qué nacionalismo estoy participando? ¿Para qué participar? ¿Es pernicioso este nacionalismo imaginado? ¿Es perniciosa la carencia de este nacionalismo imaginado? ¿Quiénes lo dirigen? ¿Quiénes se le oponen? ¿Cuáles son sus agendas culturales? ¿Qué lectura histórica estoy aportando, si es que estoy aportando alguna? ¿Qué recursos ideológicos está aportando mi obra? ¿Qué antiguo imaginario está siendo devorado por el/los imaginario(s) de mi texto? Estas verdades imaginadas que aporto en mis textos, ¿a quién le hablan? Por nombrar algunas. Sentarse en el Centro Cultural España y exponer la niñez de uno puede parecer muy inocente y, en cierta medida, hasta celebratorio de la vida o de la literatura o de lo que vos quieras creer. Preguntarse por qué lo hacemos es lo que lo encarece inmediatamente.

Uno en Nicaragua realmente a veces no puede menos que temer el estar dando vueltas en círculo alrededor del prólogo que Bartolomé Mitre escribió a su novela Soledad, en 1847, y preguntarse: ¿un país fallado?, ¿una nacionalidad fallada? ¿Cómo es la narrativa de un país fallado? Este texto acerca del que escribiré, "El encuentro" de González Blandino, no responde esto, porque no hay una respuesta unívoca a esta pregunta como quien resuelve una ecuación de primer grado. "El encuentro" ofrece una verdad imaginada de algo más que una mera anécdota o "sólo un cuento". Toma un partido: el de estar aquí, pertenecer, no irse a Arizona o a San Pedro Sula. Si el país está fallado, esta narración de Blandino está en esa falla, se queda, la recorre, pero no la estremece. La mantiene en suspenso, le hace de percha. Espero poder terminar pronto este texto.
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[1] "El encuentro", por gran gentileza del autor, puede leerse aquí (primera parte y subsiguientes).

[2] O sea, en criollo: los fulanos de tal nacidos entre tal año y tal año son de esta generación.

[3] Recientemente leí un furioso análisis crítico de los modos de ser de la crítica literaria en la actualidad en un ensayo de Richard Rorty. El ataque a la vaguedad y al retoricismo idealista de muchos que hasta cobran por cada página es digno del Gimnasio "Alexis Argüello". Es cierto que a Rorty es fácil pegarle desde la izquierda por su pragmatismo exacerbado. Pero recomiendo a todo amateur como yo que crea tener sus categorías del saber bien ordenaditas que lea este ensayo. Contestarlo, aunque sea sólo para vos, te va a hacer crecer. El ensayo en sí se llama "Nineteenth-Century Idealism and Twentieth-Century Textualism", y yo lo he leído de Consequences of Pragmatism. (Essays: 1972-1980), págs 139-159. Si alguien desea leerlo, yo podría ayudarle a conseguirlo.

[4] Yo creo que la idea de que sea una operación nacionalista, si demostrable y cierta, no es a menospreciar. Sobre todo tomando en cuenta lo siguiente: una vez establecido el instituto "Generación del 2000", de ahora en adelante aquellos escritores que no estén explícitamente incluidos podrían -hipotéticamente- ser mantenidos en la periferia con mayor facilidad [o al revés, alguien en la periferia podría ser rescatado con más facilidad], precisamente, porque no están relacionados/legitimados por el instituto. Y un proceso de selección "natural" literaria bastante cruel podría instalarse donde, antes que la fortaleza de tu texto, primaría la fortaleza de tu vínculo institucional. Ya sé: no es necesario, strictu sensu, este instituto para explicar el amiguismo o el clientelismo. Y esto es cierto. Yo no digo que sea necesario. Yo digo que el instituto lo que hace es facilitar estos mecanismos de "depuración". Es más fácil ser amigo de un instituto -donde hay malos escritores- que ser amigo de un mal escritor, que ya de por sí es un tipo desnudo y fácilmente derrocable. Ahora imaginemos lo siniestro que puede ser un instituto cuyas oficinas están en facebook. Si nuestras ideas respiran porque se trafican y cotizan en facebook, podemos concluir, para decirlo mal y pronto, que políticamente estamos en el horno. Sencilla y llanamente siniestro. Quizá en un futuro, en vez de decir "Fulano de Tal, autor de tal libro", alguien diga "Fulano de Tal, autor de la Generación del 2000". Y este sobreentendido, como automática marca de prestigio, políticamente es terrible. Terrible. Los sobreentendidos son terribles. Así que, para aquellos que se toman esto a la ligera, como una chiquillada o locurita, y desprecian el posible alcance político cultural de "lo generacional": WARNING!

[5] Espero en otro lugar poder bracear mi batalla en contra de esta impresentable triquitraca ideológica, de la que por ahora me cuesta hablar inteligentemente.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El discurso del cuerpo. Una lectura del cuento "Sin luz artificial", de María del Carmen Pérez Cuadra


Estoy leyendo el libro Sin luz artificial, de María del Carmen Pérez Cuadra[1], cuya lectura -de éste, y de otros libros nicas urgentes- ya tuve que interrumpir desgraciadamente en otras ocasiones. Quiero exponer ahora las ideas, por otro lado muy interesantes, que he encontrado en el primer texto del libro, el cuento homónimo "Sin luz artificial". Este texto se puede leer en Narradores nicaragüenses del 2000Advierto que no soy crítico literario, así que mal podríamos esperar un discurso académico en ese sentido, o un protocolo, un aparato crítico.

Bien, quiero discutir aquí tres ideas, tres operaciones de lo que el texto hace, cuyos encajes recíprocos forman una crítica muy potente. Son: 
1) una exposición de una ideología dominante, que en este caso podemos resumir en "machismo" o "sexismo", y a su vez un discurso alternativo que la hace evidente, y que está allí para hacerla evidente.

2) una exposición del dominado interpretado como un sujeto silencioso, no discursivo; esta interpretación es la del dominador, no la del dominado, que, paradójicamente, al exponer y reflexionar sobre su propio silencio lo está subvirtiendo.

3) la existencia, no de un texto así, sino de un narrador así es una interpelación, un movimiento hacia una práctica social liberadora; todavía no es la liberación, porque, y ésta es la operación más fuerte que sentí en el texto, para este narrador la liberación -o "esta" liberación- no es posible.

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1) Este texto hace, a mi juicio, una interpretación muy madura con respecto del machismo, como relación de poder, y de su relato ideológico. En primer lugar, nos presenta dos discursos-hombre, uno dominador, el esposo, y otro no-dominador, que es Muriel. El narrador, que es una mujer, nos muestra a través de todo el texto mayor atención, por no decir simpatía y deseo, hacia el discurso-hombre no dominador. Nos lo muestra como sensual, vanidoso, extrovertido, fanfarrón, "un dios perverso" que está preocupado por sus apetitos. Esta preocupación por los apetitos del hombre parecen impedir que se preocupe por las ideas, porque si se preocupase por ellas podría convertirse en un discurso, encarnado aquí en el esposo[2]. Aquí hay una diferencia especialmente interesante: de Muriel se nos narra que no conoce el silencio, pero esta verborragia de Muriel, este no poder no expresarse no es en sí un discurso, es otro apetito: apetito por la expresión; en cambio, para el esposo, el silencio es lo perfecto.

Los pensamientos opresores del esposo son exactamente la suma del rasgo ideológico dominador de la sociedad. Es el "sólo flotar para chocar con el filo de las ideas" de las pobres e ignorantes mujeres que, muy de acorde, existen para ser dominadas. Rápidamente, entonces, se pone sobre el tapete una relación de poder de género. Pero, y éste es el rasgo de madurez que no sé si abunda en los círculos feministas más radicales, esta presentación no se hace desde el punto de vista de la enemistad, no está expresada como una cuestión de enemigos: la mujer en su lenguaje no puede así como así, del aire, brotada de una reflexión aérea, pensarse enemiga del esposo. En el mundo real los verdaderos enemigos en una relación de poder se narran largamente, no se acomodan de golpe. Es decir, a través de su lenguaje parsimonioso, casi casero, y haciendo hincapié en la relación narrador-enseres-domésticos como juez y testigo de esa dominación, el narrador nos está mostrando que identifica los pensamientos opresivos del esposo, y los identifica como tales. No es que los desconoce, es que a pesar de conocerlos, son constitutivos del vínculo. El discurso del narrador también está en el discurso del esposo, y viceversa. O sea, este narrador no es uno esencialista que se va a reducir a sentenciar "Vos sos malo", sino que reconoce la complejidad histórica que entraña una estructura de poder. Realmente no reacciona frente a ella, que es lo que sería la ingenua actividad de sentenciar. Para sentenciar sentencia cualquiera. En este sentido, este narrador es un crítico muy potente y maduro.

2) La mujer perfecta es la mujer silenciosa, callada, que no jode, que no hace preguntas molestas ni averigua sobre los negocios o sobre queridas. El apetito de Muriel incluye el apetito de la expresión; todavía no sabemos si su queja frente al silencio de la mujer es porque desea escuchar las ideas de la mujer [que más que "deseo" sería una idea, un constructo racionalista] o porque simplemente desea ver su apetito funcionando en todos los seres [una transferencia en el otro, una maniobra identitaria donde otros tienen la misma sed que yo]. Aquí hay una operación ideológica de consecuencias políticas interesantes, que se trasladan al punto 3); y es: el silencio del dominado no es el resultado de una carencia de pensamiento, sino de expresión. Pero al dominador le basta con la ausencia de expresión, la carencia o presencia de un pensamiento por parte del dominado en última instancia no le es tan trascendente, porque el dominador sabe esto: no es el pensamiento per se el que genera prácticas sociales liberadoras, sino la expresión del pensamientoAsí que le basta con copar los espacios de expresión[3], o distorsionarlos lo más que se pueda, para entorpecer o anular prácticas sociales liberadoras. Al final, "sólo flotar para chocar con el filo de las ideas" es sólo otro nombre de no expresarse, no de no pensar, porque es expresarse lo que da filo, lo que corta. Pensar todavía no ha fileteado una sola rebanada de pan en el mundo.

3) Lo último que puede decirse de "Sin luz artificial" es que sea un texto que resuelve sus tensiones y concrete su crítica con un desenlace naive. Todo lo contrario. El narrador no nos engaña invitándonos a una campaña para celebrar que estamos liberados ahora que hemos denunciado al lobo. Porque para el narrador no es una cuestión de denunciar al lobo, el lobo ya está denunciado hace rato. Para el narrador la liberación no es posible.

La mujer se va a morir. La mujer del futuro se va a morir. El silencio es perfecto. La consciencia, imperfectible. La niña de las flores nos presenta una clave al respecto. El narrador muestra su esperanza de que la niña de las flores, que no es otra cosa que la mujer del futuro[4], pueda "superarse si sabe cómo", "si toma conciencia de qué camino seguir". Pero aquí hay una lección terrible por parte del texto, de la que tendrían que tomar nota sobre todo aquellos filisteos posmodernos que apuestan al mercado de la autoayuda, u otras hierbas, para asumirse como libres: al final, consciencia correcta o no, un novio, otro hombre que no es más que otro instituto del esposo, te va a matar, no sin antes, claro está, haberte zarandeado como a un trofeo. 

Este "novio" es simplemente otro brazo del discurso del esposo. Podemos imaginar lo que le ocurriría al narrador si encontrase sus pechos puntiagudos en brazos de un fuerte, moreno y musculoso discurso alternativo. Y esta pistola sirve más como amenaza, como bala en boca, que como pistoletazo o fogonazo de pólvora. Es decir, en resumen: tu sola consciencia no te puede extraer de tu ciudadanía de segunda clase. Tu consciencia incomunicada tampoco.

Las ciudadanías de segunda clase no se van a suspender sólo verbalizando "la cosa" y pidiendo permiso, como quien dice "Disculpe, vengo a liberarme". Pero las prácticas sociales liberadoras por algún lugar comienzan. Y comienzan por el discurso. No se reducen a éste, pero de éste se ramifican. De esto se desprende que acogotando el discurso o distorsionándolo, o sometiéndolo a algún dumping cultural, o, que nadie se engañe, normatizándolo, podríamos entonces atajar estas prácticas, neutralizarlas. 

La existencia de este texto, entonces, pero más que de este texto, de este narrador, adquiere, por el procedimiento literario que toma para realizar su crítica, una importancia espectacular: la existencia misma de un narrador así, un narrador que piensa en silencio sobre el efecto político mismo de su silencio[5], en particular de la carencia de una práctica social liberadora, es por sí misma una interpelación a una práctica social liberadora. Todavía no es la liberación. El narrador no se engaña al respecto, no hay un recurso telenovelesco barato donde el narrador grita "¡Vete, Juan Martín, no quiero verte nunca más!". Todo lo contrario, hay una reflexión parsimoniosa, llena de flores y de enseres domésticos que opacan al que narra, como si el universo de lo doméstico fuese la especulación de un trono. El narrador no se engaña también por lo siguiente: el dominador -ni siquiera "el-esposo", sino el discurso del esposo- no puede ser, así, súbitamente, eliminado, porque esto equivaldría a eliminar también parte del discurso del dominado.

El narrador invierte una gran cuota de sensualidad en narrarnos el cuerpo de Muriel, o el de la niña de las flores bajo la imantación del cuerpo de Muriel, y sus reacciones. La sensualidad es, ni qué hablar, un gran vehículo. Pero este discurso del cuerpo se contrapone con el crudo "débito marital", donde el resultado no puede ser otro que la desnudez. Por cierto que la desnudez es sólo otro nombre de silencio. Al final, los cuerpos, y sus comportamientos apetitosos y sensuales, que hacían evidente la relación de dominación por reflejarla, son matados, son castigados por "el novio", el esposo ya reproducido, o sea, y en el mismo sentido que utilicé la palabra futuro, un novio que es más joven pero que es pasado, un hombre, una reproducción ideológica que ya ocurrió. El-esposo podría observar satisfactoriamente a el-novio de la niña de las flores y decir "Ya ocurrí". Un saldo de victoria recorre las palabras, el desdén, la crueldad, del esposo. El esposo está en lo cierto: el esposo está ocurriendo.

En última instancia, los cuerpos de los que intentan la liberación son castigados, sí, es cierto. Pero a este respecto el texto nos ofrece algo más potente que, además de criticarnos nos embellece: no es el cuerpo el que es castigado, es el discurso del cuerpo.


[1] Nacida en Jinotepe, Carazo, Nicaragua (1971). Licenciada en Arte y Letras y Máster en Literatura Hispanoamericana y de Centroamérica por la Universidad Centroamericana UCA, Managua (Universidad Jesuita). Es escritora y ha laborado como docente universitaria, presentadora de televisión e investigadora de literatura centroamericana.

[2] Es de notar aquí el detalle para nada despreciable de que al dominador no se le nombra con un nombre propio, a diferencia de Muriel.

[3] Si sabremos de copar o distorsionar espacios de expresión para ocultar o eliminar a quien nos molesta...

[4] "Futuro" aquí menos como de mujer que está adelante, en una vastedad temporal que se nos acerca indefectiblemente, y más como de una mujer que no ha sido.

[5] Curiosas son ciertas frases que realzan el valor político del silencio y de la expresión en el texto. Muriel recibe un balazo en la frente, y uno no puede evitar reformularlo como un tropo en el que te balean la frente por pensar y el sexo por desear. También es muy significante el pasaje que da justificación al título, así como esta oración: "Yo me siento juez, porque desde aquí puedo dictar el veredicto que jamás nadie escuchará".

viernes, 24 de agosto de 2012

De León Salvatierra*: "La puerta de Fat boy"**


       Fat boy es un texto que apunta hacia un cuerpo específico. Su voz es autorreferencial, y su autorreferencia es histórica. La conciencia del sujeto narrativo se constituye en su incertidumbre. Las reflexiones oscilan entre pasado y presente. En ese texto plagado de preguntas, la indagación que postula Fat boy es casi siempre de sí mismo, de sus deseos, de la violencia en que vive y de sus orígenes: “Soy un cuerpo hecho de puntos, de carreteras intransitables, a medianoche”. Los “puntos” que componen ese cuerpo gordo son las marcas que deja la violencia, son las heridas que se convierten en “carreteras intransitables” en la oscuridad de la piel. Pero es quizá la ausencia de ese “origen” lo que enriquece la obra de Luís Topogenario, porque problematiza el espacio de lo familiar, es decir, el espacio nacional. Después de tantas preguntas, después de tanta descomposición psíquica y corporal, no pude no pensar en la historia de Fat boy como la historia de la tierra. Esa mole en descomposición es un fragmento de la historia, es la ruina de la que habla Benjamín, que registra las cicatrices históricas de la “nación”, pero se debe subrayar que la voz narrativa se legitima desde la margen. Fat boy no es la voz de un intelectual narrando la historia de su país, sino más bien es la historia de Fat boy dicha por un Fat boy (un personaje que ni siquiera tiene nombre propio), de un pueblo perverso y trágico de la periferia del país: Comodoro Vanderbilt. El personaje es víctima y victimario, es el producto de la violencia y es generador de violencia. Su mismo apodo es un insulto. Todavía peor, es un insulto en inglés. Lleva la inscripción lingüística del imperio en su cuerpo obeso. Comodoro Vanderbilt es el lugar por el que pasan huracanes, contras, recontras, guerrilleros y también la momia de Serguei, en cuyos dedos cuelgan los hímenes de las jovencitas como María la Danubia (el objeto de deseo).
No pude no pensar en el Vanderbilt del tiempo de los filibusteros, aquel viejo gringo oportunista que controlaba la ruta interoceánica de Nicaragua durante el tiempo del Gold Rush en San Francisco. Cornelio Vanderbilt, el empresario a quien se le permitió controlar el trasporte en el río San Juan y el lago de Nicaragua. Esa ruta servía de canal para los que pasaban de la costa este de Estados Unidos hacia California en busca de oro. Por ahí navegaba William Walker, nuestro filibustero, acaso uno de los padres o padrastros, a los que alude Fat boy. Recordemos que Fat boy no tiene padres legítimos: “tuve más madrastras que madres, y tuve menos padrastros que padres, sin embargo, crecí en mayor consanguinidad los años que sobreviví como un simple huérfano, que inclusive los años más sanguíneos”. En este texto no hay cabida para el imaginario de la familia burguesa como sucede en tantas novelas que intentan narrar la historia de la sociedad nicaragüense, siempre desde el centro de la burguesía, basta pensar en Castigo divino para enfatizar este punto. Las madres de Fat boy son tres, los padres son cuatro, relaciones “filiales” degeneradas y perversas.
Cuando leí Fat boy, tampoco pude no pensar en la situación “política” nacional, en su descomposición, en el mangoneo que a lo largo y ancho de la historia ha asolado eso, que con cierto grado de dolor y tristeza, llamo Nicaragua. No, no pude no pensar en la violencia y en la deriva de nuestra familia nacional si es que todavía se le puede llamar familia. Esa es la sensación y la imagen que tuve de Fat boy: “Me imagino que soy lo más parecido a un cuerpo, un hombre gordo y negro, casi morado, como yo, flotando sobre una puerta de madera en la inmensidad del océano […]”. A mi juicio, esta imagen es la más poética y la más cruel porque no es ni entrada ni salida, es la intemperie la única posibilidad, es vivir en un entremedio, naufragando entre la vida, la muerte y la inmundicia. Los personajes centrales en esta historia son huérfanos. El compañero de Fat boy es un bastardo. Su apodo es otro insulto. Su madre fue violada y asesinada. El bastardo es un hurgador de basureros, de ahí se alimenta, y su cuerpo apesta, es la costra putrefacta de la textura social. María la Danubia es otra huérfana. ¿Cómo no pensar en la historia de Nicaragua?
En efecto, la orfandad es central en este texto, y todo lo que eso evoca o arrastra: la violencia, la enfermedad, la pobreza, la descomposición del cuerpo, la carencia del afecto familiar. Si se menciona la tía Roca del bastardo, nunca pasa de ser una simple referencia inánime, no asume vida, está en la distancia. Su misma mención es una sorpresa para Fat boy.
Se pregunta Fat boy: “¿Mi historia me pertenece?”. La pregunta de pertenencia es el fantasma del texto. Cuando no es esa pregunta, son otras preguntas. Es un texto que por medio de los signos de interrogación se borra a sí mismo para penetrar en algo quizá más real: el submundo autorreferencial, su inconciente, y su “infravida”. Yo diría que no busca respuestas, sino que aspira a un procedimiento textual, en el que se genera un efecto de substitución. Es decir, una pregunta sustituye a otra, luego viene otra, dando la sensación de que la pregunta anterior ha sido contestada o ya no importa su respuesta porque poco a poco entra a un estado más grave de existencia y de incertidumbre.
El uso de los paréntesis trae el pasado al presente como un flash-back, el texto intercala la memoria con insistencia. Asimismo, hay una necesidad por intercalar elementos, mezclarlos, incluso las voces narrativas. De ahí que el diálogo no sea un diálogo en el sentido estricto, es también una especie de monólogo. Cuando escuchamos la voz de otro personaje, primero se filtra por la voz de Fat boy. Ejemplo: “Serguei le arrojaba un grosero ¿Cómo? ¿Todavía sigues atascada en la primera?”. Es decir, aunque escuchamos a Serguei, la voz narrativa de Fat boy no desaparece por completo, ambas se fusionan en una misma. Es una técnica bien lograda que exhibe cierta modalidad narrativa del habla popular nicaragüense.
Fat boy no es sólo un texto cultural y estético, para mí, es también una suerte de indagación o de autorreflexión; es un texto que interpreta, comenta y se prolifera, que anuncia y engendra incertidumbres productivas porque no ofrece respuestas, sólo produce problemas, y en ese sentido está lleno de posibilidades; nos ofrece un mundo para pensar, y hasta cierto punto, se abre a la posibilidad de transformar la manera en que entendemos el mundo y también a nosotros mismos.  



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*León Salvatierra (León, 1973): poeta, crítico nicaragüense. Actualmente cursa un doctorado en la Universidad de California-Berkeley, Estados Unidos. En junio del 2012 publicó un libro de poesía, Al norte (Editorial Universitaria UNAN-León). Es editor de la revista literaria El Mercado, que se edita en León, Nicaragua, y en Berkeley. Aquí se pueden leer varios números.

** Fat boy es el primer libro publicado [noviembre, 2010] por Luis Topogenario.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Los institutos contra el escritor


La reflexión acerca de las condiciones culturales que se encuentra el escritor(1) en su momento de emergencia, que son las que van a moldear su producción, así como el ciclo vital de ese producto, es ineludible. En sociedades cuya cultura es mostrenca, o está supeditada a los fuertes embates políticos, y sus institutos no están firmes, el escritor más o menos tiene que hacer de factótum, desgraciadamente

De entrada, por supuesto, descontamos que el tipo, en su tiempo libre, tiene que conseguir un trabajo rentado con el que costear su tiempo ocupado. Además, tiene que hacer un poco de autopublicista, lo cual siempre es un lugar "sucio", mal visto, pretencioso, el que más fácil se condena -no sin razón-, y donde las fronteras entre los farsantes y wannabes y los escritores reales son muy borrosas. Por otro lado, con la carencia de una masa de críticos literarios que produzcan para su sociedad, el mismo escritor tiene que hacer las veces de crítico, con la consiguiente cojera intelectual, porque es casi imposible: trabajar, formarte como crítico, autoenseñarte a escribir, escribir, y, bueno, vivir: esas trivialidades como tener familia, realizarte como persona, odiar a los Indios del Bóer, etcétera. Ni qué hablar que la relación con un editor de la industria, si el escritor tiene suerte, es una relación entre hermanos que tiñen el glorioso pendón bicolor. Y por último, si su empresa cultural es seria, debe afrontar el embate de la sociedad espectacularizada, reificada, fetichizada, que lo castiga precisamente por serlo, por traicionar el cómodo lugar de productor cultural despolitizado que le tenía reservado el hermano establishment.

A lo que voy es: parte -y no menor- de la actividad como escritor también está en hacer un diagnóstico de las condiciones culturales en las que éste emerge y en las que, nada más y nada menos, se va a insertar y va a actuar su libro. Este diagnóstico no puede ser el de un especialista(2), porque el escritor no es un especialista, sino un aficionado, un actor -o, bueno, quizá hay afortunados especialistas entre nosotros, pero serán de los multiúnicos-, su semblanza se parece más a la del peón de ajedrez que a la del caballo. Lo que quiero decir es que el escritor no debe [no debería] esperar a adquirir el conocimiento de un especialista para reflexionar su diagnóstico cultural, sino que, por estar en el presente, ya lo ha recibido. Puede rehusar este recibimiento, encerrándose en su santuario marmóreo. Pero en realidad su única opción es simplemente saber qué hacer con este presente, como el resto de todos los otros mortales.

Esto, este diagnóstico, tiene mucho que ver, creo, con algo que los narradores aquí deberíamos poder platicar: y es el status cultural que le adjudicamos a nuestra actividad, la carga de valor social que depositamos en nuestro libro, y la forma cómo hacemos explícita esta valoración. Porque hay dos personas que sí tienen perfectamente clara la vaina, y que hace ya un par de décadas que vienen funcionando en base a ello: la industria literaria [y su brazo largo, que invade y permea Nicaragua, igual que como se invade un estanque más], y las minorías culturales [donde las reivindicaciones de raza y género son, obviamente, el pitcheo estrella]. Estas dos personas sí que tienen claro para qué sirve un escritor, qué valor social carga un libro, cómo se defienden, dónde se ocultan quienes los escriben, cómo hacer para exprimir todo ese jugo, en qué refresco colarlo, etcétera.

Pero los jóvenes narradores aquí, corríjanme si no es así, no son ninguna de estas dos personas [o por lo menos los que he conocido hasta ahorita]. Son la clase media [media baja, media media, media alta] urbana(3), parecida a la clase media urbana de El salvador, de Honduras, parecida a la clase media del país Clase-Media, un país que, según tengo entendido, no tiene pendones, estandartes o heraldos. Y digo los jóvenes narradores no sólo por la cuestión "generacional", sino también porque mañana estos narradores van a ser viejos; y los chavalitos que están naciendo hoy, en el Vélez Páiz o en el Bertha Calderón, son los que nos van a combatir culturalmente mañana, así como nosotros combatimos con los viejos hoy.

Sé que la gente está ávida de platicar de estética, de entrarle a la narratología como se le entra a un queque. Yo también. Pero todas las cosas tienen su prioridad, todos los elementos tienen su urgencia. Puede ser interesante querer ser el thomas pynchon(4) de Nicaragua [a quién no le gustaría ser una commodity cultural], y hasta defendible -para el punto de vista pequeñoburgués, obviamente-; en última instancia cada quien va a hacer como le parezca, va a escribir lo que le plazca, y va a envejecer como pueda, no como quiera. Pero si yo veo al thomas pynchon nica, a la vedette, a la commodity, bueno, seguramente no vamos a poder jugar al béisbol inglés.

Creo que poder platicar cómo son, cómo están, cómo no están, los institutos literarios del país, y sobre todo, cómo encajamos nosotros en ellos, sería de un provecho y una urgencia ineludible para los narradores, sobre todo si te toca, ni modo, ser un factótum, mal factótum. Institutos como el blog, que tiene un potencial comunicativo tremendo, pero a su vez comporta un riesgo de alienación cultural para un país cuyo uso de la red informática tiene escasa penetrancia, sin contar que el blog no está constituido aún como un instituto literario de status, y quizá nunca lo esté aquí, platicar eso, y no funcionar únicamente en base a hechos consumados. Puede ser que aquello que vemos como una oportunidad de emancipación histórica simplemente sea: nosotros reforzando esta especie de servilismo cultural, anecdótico, burográfico.


(1) Lo que es yo, de ahora en más, cada vez que les planteo la palabra "escritor" me estoy refiriendo a los majes cuyo núcleo de producción, si no en exclusividad por lo menos en importancia, es la narrativa. A los poetas les digo "poetas".

(2) Volverse un especialista, al decir de Edward Said, es la vía más rápida para permutar un grado de focalización más amplio por uno más chico, pero más intenso. Ser un amateur o aficionado ["aficionado" aquí como lo nombra Julio Cortázar] no quiere decir ser un diletante o un holgazán intelectual. Ya nos advertía Pedro Henríquez Ureña -y creo que trecenas de intelectuales más- que no se puede defender, en nombre de una supuesta "inspiración", "espontaneidad" o "libertad intuitiva", la carencia de rigor intelectual y esa ictericia de pereza intelectual que parece estar muy de moda hoy en día. Esa actitud debe ser condenada.

(3) Más exacto aún: son la clase media metropolitana [la más managua de las managuas], como quiera que hasta ahora no he podido platicar con jóvenes escritores de otras urbanidades de Nicaragua, seguramente los otros compañeros están más al tanto de esas pláticas, si existen, y cuáles son sus productos.

(4) Ey, ¡a quién no le gustaría!: nadie te molesta [o quien te molesta puede ser esquivado], nadie se entromete con tu vida privada, sos candidato al Nobel pero tu única fotografía pública es la de tu album liceal; y lo único que tenés que hacer es revisar tu texto, darle Ctrl P, anillarlo, enviárselo a tu editor, y listo, él se encargará de lo demás. Mejor: ahora se lo enviás por tablet, y punto.

sábado, 28 de julio de 2012

De Roberto Carlos Pérez: "La traicionada Generación del Desasosiego"


Era el fin del imperio español. El hundimiento del buque USS Maine, en las costas de La Habana el 15 de febrero de 1898, provocó el estallido de la Guerra Hispano-Estadounidense. Frente a los barcos acorazados con el acero de Pittsburgh, las naves españolas resultaron inofensivas. España perdió así sus últimos bastiones en suelo americano y asiático, y debió doblegar la cabeza como en su día lo hicieron Grecia y Roma. Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas pasaron a manos de la nueva potencia, liderada por el entonces presidente estadounidense William McKinley.

Abatida, la Madre Patria se hundió en una crisis espiritual que arrastró consigo a poetas, filósofos e intelectuales, forzándolos a entablar un debate sobre la esencia misma de ser español. No sólo fue el eclipse del imperio colonial lo que los obligó a mirarse hacia dentro, sino el hecho de saber que el país se encontraba en la miseria mucho antes de que los Estados Unidos les arrebatara los últimos dominios en las Antillas y el Pacífico. Al mando del imperio que zozobraba estaba la reina madre María Cristina de Habsburgo, pues el rey, su hijo Alfonso XIII, era apenas un niño.

Tras la derrota los intelectuales españoles, en su mayoría muy jóvenes, cayeron en cuenta de que los circundaba una amarga realidad. Existían dos Españas: la oficial representada por la imagen de poderío que el Estado se empeñaba en sostener y la otra, empobrecida y desprovista de toda gloria y magnificencia. Atrás habían quedado la Conquista y la Colonia. Angustiados, trataron de responderse cual había sido su mal y su pecado, y qué caminos los habían conducido a tal fin. Voltearon la mirada hacia los pilares del idioma y releyeron cuidadosamente a sus clásicos: Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, José Cadalso, Mariano José de Larra, por citar algunos ejemplos, para con esto iniciar una reflexión de lo que era y había sido España.

Si bien la búsqueda estaba guiada por la idea de encontrar una esencia española, se trataba de una esencialidad más bien histórica, pues a través de los maestros del Siglo de Oro, vieron a la España imperial con nuevos ojos y sacaron de sus lecturas conclusiones que la historia oficial del país no contemplaba.

Fue Azorín quién en 1913 bautizó el grupo con el nombre que hoy se le conoce en artículos publicados en la revista ABC y luego reunidos ese mismo año en Clásicos y modernos. «Para los que vivimos en España –dijo el novelista y crítico literario–, para los que sentimos sus dolores, para los que nos sumamos –¡con cuánta fe!– a sus esperanzas, existe un interés supremo, angustioso, trágico, por encima de la estética. Desearemos la renovación del arte literario; ansiaremos una revisión de todos los valores artísticos tradicionales; mas esas esperanzas y esos anhelos se hallan englobados y difusos en otros ideales más apremiantes y más altos».

Un siglo después, un debate similar se cierne sobre la que antes fuera una colonia española y cuya independencia, así como la del resto de Hispanoamérica, al debilitar a España, había hecho posible la Generación del 98. La nueva generación nicaragüense no usa fechas memorables y aborrecibles, aunque sí un nombre dado por Gioconda Belli en 2005 y que ya se ha popularizado: Generación del Desasosiego.
Quizás hubiera sido mejor tener una fecha para nombrar y ubicar a los escritores que irrumpieron en la escena literaria nicaragüense a partir del nuevo milenio (tal vez por eso algunos la llaman Generación del 2000), o quizás está bien asumir el desasosiego como actitud vital y permanente en la nueva escritura. Sólo el tiempo lo dirá. Lo importante e innegable es que esta generación literaria está marcada por la revolución sandinista y la posterior guerra civil, puesto que sus integrantes crecieron o nacieron en ella.

Aunque las grandes incógnitas sobre las generaciones fueron respondidas mejor que nadie en lengua española por José Ortega y Gasset, quien fundó su teoría bajo sólidos cimientos filosóficos y sociológicos a partir de ensayos que se encuentran en El tema de nuestro tiempo (1923), las inquietudes sobre el asunto surgieron en la Alemania del siglo XIX, o sea la Alemania imbuida en el Romanticismo. Así, descubrimos en filósofos como Leopold von Ranke y Wilhelm Dilthey, preguntas claves que luego serían respondidas y ampliadas por intelectuales españoles. Porque fue en España donde la teoría de las generaciones alcanzó mayor desarrollo, no sólo por el estudio de Ortega y Gasset sino por los que llevaron a cabo Pedro Salinas y Julián Marías, entre otros.

Pues bien, puestos a precisar definiciones acerca de esta generación que hoy pugna por un espacio en las letras nicaragüenses, caben preguntas de gran importancia. ¿Qué es una generación? ¿En qué consisten sus esperanzas y anhelos? ¿Qué motor la impulsa o qué fuerzas la motivan a marcar un derrotero en la historia? ¿Existe una nueva generación de escritores en Nicaragua?

Aunque tal vez sea muy prematuro asegurarlo –quizás lo mejor de esta generación está por venir– la respuesta a esta última pregunta resulta obvia y contundente: sí. Basta mencionar algunos nombres para demostrar que en el panorama literario nicaragüense existen nuevas búsquedas, nuevas propuestas y nuevas voces que manifiestan rasgos que no se habían visto nunca en el país.

En primera instancia salta el nombre de Francisco Ruiz Udiel. Es su poemario Memorias del agua, notablemente concebido tras largos años de aprendizaje y publicado póstumamente en 2011, el que escinde la poesía nicaragüense en antes y después. No existe una imagen, un verso o un recurso lingüístico mal empleado en dicho poemario. Esa voz serena y sin rencor no se escuchaba en Nicaragua desde Rubén Darío.

Despuntan también en calidad La escritura vigilante (2005), de Ezequiel D’León Masís y La vigilia perpetua (2008), de Víctor Ruiz, pues los dos rescatan ritmos y formas clásicas como el soneto, ausentes en la poesía nicaragüense desde Ernesto Mejía Sánchez. Ambos libros resultan admirables en un país que, a pesar de tener una rica tradición poética, en las últimas décadas pareció haber perdido el sentido musical y rítmico de la poesía.

Por su parte, la narrativa goza de buena salud. Ejemplo de ello son algunos cuentos verdaderamente antológicos y que parecen decirnos que la narrativa está adquiriendo nuevos brillos en Nicaragua. La manada –perteneciente al Patio de los murciélagos (2010), de Luis Báez– hace gala de un lenguaje ágil con el que revela a una Managua urbana asediada por seres primitivos. Con este cuento, el género fantástico –que no se veía desde El ángel pobre, de Joaquín Pasos–, entra por la puerta grande en nuestras letras contemporáneas.

Irónicamente, Primitivo, el relato con que inicia Historia vertical (2011), de Javier González Blandino, refleja una espeluznante realidad pero esta vez en el campo nicaragüense. La naturaleza y la violencia, en sus perfiles más terribles, cobran vida en el seno de una pequeña familia campesina cuyo único vástago padece retardo mental. Cansados de esta carga, padre y madre se recriminan uno a otro. El relato alcanza su punto más alto de tensión cuando la pareja forcejea descuidando al hijo, que se rompe el cráneo tras caer al fondo de un pozo. Tanto la trama como la desesperanza de Primitivo evocan el magistral relato La gallina degollada, escrito por un verdadero maestro del género: Horacio Quiroga.

Son estos, sin embargo, apenas una pequeña muestra del camino que hoy recorre la nueva literatura nicaragüense, un camino diferente si se toma en cuenta que en su mayoría, los escritores persiguen una búsqueda interior hacia lugares desconocidos. Esta nueva generación no pretende ensalzar el mundo exterior como por décadas lo hicieron poetas y narradores. Con ellos el exteriorismo, ese término tan ambiguo acuñado en la segunda mitad del siglo XX en Nicaragua, con el que se designa toda poesía anecdótica y narrativa construida con imágenes del mundo externo, ha quedado enterrado.

Claro está, el exteriorismo tuvo una función determinante en el desarrollo de la poesía nicaragüense, ya que con él se encarnó de manera impetuosa el ambiente represivo impuesto por la dictadura somocista, para luego hacer uso del modelo hasta la exacerbación con el triunfo de la revolución. Todo esto apunta, como ha de notarse, a que cada generación está profundamente marcada por los acontecimientos históricos que le toca vivir.

Como bien sugiere Pedro Salinas en El concepto de generación aplicado a la del 98 (1935), existen elementos constitutivos para que pueda darse como existente una generación literaria. «Es el primero, naturalmente –afirma el poeta y ensayista–, la coincidencia en nacimiento en el mismo año o en años muy poco distantes» Y continúa diciendo: «Sobre estos factores hay otro, el decisivo e indispensable para poder decir que existe una generación: lo que Petersen llama acontecimiento o experiencia generacional. Es un hecho histórico de tal importancia que, cayendo sobre un grupo humano, opera como aglutinante y crea un estado de conciencia colectivo, determinando la generación que de él sale. Este acontecimiento generacional puede ser un hecho cultural, como sucedió en el Renacimiento; o un hecho histórico general, como una revolución, una guerra, a lo que Peterson llama acontecimiento catastrófico».

Siendo así, ¿cuál es el sentimiento que sacude a la nueva casta de escritores nicaragüenses? Si tomamos por ejemplo los motivos que agruparon a la Generación del 98, con la que existen grandes paralelismos, se entiende que cuando hay un fracaso como nación, es necesario hacer una revisión histórica.
Esta generación, la Generación del Desasosiego, parece decirnos sin tapujos y sin lagrimeos que la revolución sandinista y la guerra civil que le sobrevino, la cual dejó un saldo de casi cuarenta mil muertos, fue un completo fracaso del que no ha podido sacudirse. Dicho de otra manera, la guerra y sus efectos sicológicos y sociales no terminaron con ella y más bien han cobrado nuevo significado ante la corrupción que sobrevino en el país y por la cual se sienten traicionados.

Tan profundo es el sentimiento de engaño que hoy sobrecoge a los jóvenes escritores, que las temibles figuras políticas que antes inspiraron grandes obras –los Epigramas (1961), de Ernesto Cardenal, Los monos de San Telmo (1963), de Lizandro Chávez Alfaro y ¿Te dio miedo la sangre? (1977), de Sergio Ramírez, por nombrar algunas– ya no apasionan y más bien producen recelo. En este nuevo milenio no se desea escribir sobre quienes han ostentado y ostentan el poder porque hacerlo equivaldría a inmortalizarlos. Por eso se ha vuelto a los temas imperecederos: el tiempo, el dolor y la muerte, lugares comunes de la literatura, aunque condicionados por la situación histórica en que vivimos.

La convulsa historia de la Nicaragua actual ya no es una bendición para las artes. Por eso, el rasgo que mejor congrega a la nueva generación de escritores es la preponderante necesidad de separar la literatura de la podredumbre social que la acorrala, sitiando también al artista. Lo que no desmoralizó –y más bien apasionó– a los escritores vigentes en el siglo pasado, parece repugnar a los de este siglo XXI. Gioconda Belli acertó: «Los monstruos de nuestro laberinto no son Minotauros: son los hombrecitos de los paraguas de Magritte. No inspiran pasión, inspiran lástima. De allí que estos jóvenes no encuentren en su entorno ninguna gracia poética».

Pero queda la esperanza de hacer un alto en el camino y llevar a cabo un repaso de la historia tal como lo hizo la Generación del 98. No sólo de la historia nicaragüense, sino más bien de la historia de nuestra lengua; asistir a sus más altas ocasiones, desde el Cantar de Mio Cid y El conde Lucanor, hasta Rubén Darío y los verdaderos pilares de las letras nicaragüenses del siglo XX, para no encarnar los mismos errores y las mismas tragedias, y así buscar respuestas a los problemas que, como nueva generación, debemos enfrentar. Porque es la lengua en su claridad y lucidez la que nos alerta de los fracasos que se han cometido en el pasado y los que se siguen cometiendo como país.