Fat boy es un
texto que apunta hacia un cuerpo específico. Su voz es
autorreferencial, y su autorreferencia es histórica. La conciencia
del sujeto narrativo se constituye en su incertidumbre. Las
reflexiones oscilan entre pasado y presente. En ese texto plagado de
preguntas, la indagación que postula Fat boy es casi siempre de sí
mismo, de sus deseos, de la violencia en que vive y de sus orígenes:
“Soy un cuerpo hecho de puntos, de carreteras intransitables, a
medianoche”. Los “puntos” que componen ese cuerpo gordo son las
marcas que deja la violencia, son las heridas que se convierten en
“carreteras intransitables” en la oscuridad de la piel. Pero es
quizá la ausencia de ese “origen” lo que enriquece la obra de
Luís Topogenario, porque problematiza el espacio de lo familiar, es
decir, el espacio nacional. Después de tantas preguntas, después de
tanta descomposición psíquica y corporal, no pude no pensar en la
historia de Fat boy como la historia de la tierra. Esa mole en
descomposición es un fragmento de la historia, es la ruina de la que
habla Benjamín, que registra las cicatrices históricas de la
“nación”, pero se debe subrayar que la voz narrativa se legitima
desde la margen. Fat boy no es la voz de un intelectual narrando la
historia de su país, sino más bien es la historia de Fat boy
dicha por un Fat boy (un personaje que ni siquiera tiene nombre
propio), de un pueblo perverso y trágico de la periferia del país:
Comodoro Vanderbilt. El personaje es víctima y victimario, es el
producto de la violencia y es generador de violencia. Su mismo apodo
es un insulto. Todavía peor, es un insulto en inglés. Lleva la
inscripción lingüística del imperio en su cuerpo obeso. Comodoro
Vanderbilt es el lugar por el que pasan huracanes, contras,
recontras, guerrilleros y también la momia de Serguei, en cuyos
dedos cuelgan los hímenes de las jovencitas como María la Danubia
(el objeto de deseo).
No
pude no pensar en el Vanderbilt del tiempo de los filibusteros, aquel
viejo gringo oportunista que controlaba la ruta interoceánica de
Nicaragua durante el tiempo del Gold Rush en San Francisco. Cornelio
Vanderbilt, el empresario a quien se le permitió controlar el
trasporte en el río San Juan y el lago de Nicaragua. Esa ruta servía
de canal para los que pasaban de la costa este de Estados Unidos
hacia California en busca de oro. Por ahí navegaba William Walker,
nuestro filibustero, acaso uno de los padres o padrastros, a los que
alude Fat boy. Recordemos que Fat boy no tiene padres legítimos:
“tuve más madrastras que madres, y tuve menos padrastros que
padres, sin embargo, crecí en mayor consanguinidad los años que
sobreviví como un simple huérfano, que inclusive los años más
sanguíneos”. En este texto no hay cabida para el imaginario de la
familia burguesa como sucede en tantas novelas que intentan narrar la
historia de la sociedad nicaragüense, siempre desde el centro de la
burguesía, basta pensar en Castigo divino para enfatizar este
punto. Las madres de Fat boy son tres, los padres son cuatro,
relaciones “filiales” degeneradas y perversas.
Cuando
leí Fat boy, tampoco pude no pensar en la situación
“política” nacional, en su descomposición, en el mangoneo que a
lo largo y ancho de la historia ha asolado eso, que con cierto grado
de dolor y tristeza, llamo Nicaragua. No, no pude no pensar en la
violencia y en la deriva de nuestra familia nacional si es que
todavía se le puede llamar familia. Esa es la sensación y la imagen
que tuve de Fat boy: “Me imagino que soy lo más parecido a un
cuerpo, un hombre gordo y negro, casi morado, como yo, flotando sobre
una puerta de madera en la inmensidad del océano […]”. A mi
juicio, esta imagen es la más poética y la más cruel porque no es
ni entrada ni salida, es la intemperie la única posibilidad, es
vivir en un entremedio, naufragando entre la vida, la muerte y la
inmundicia. Los personajes centrales en esta historia son huérfanos.
El compañero de Fat boy es un bastardo. Su apodo es otro insulto. Su
madre fue violada y asesinada. El bastardo es un hurgador de
basureros, de ahí se alimenta, y su cuerpo apesta, es la costra
putrefacta de la textura social. María la Danubia es otra huérfana.
¿Cómo no pensar en la historia de Nicaragua?
En
efecto, la orfandad es central en este texto, y todo lo que eso evoca
o arrastra: la violencia, la enfermedad, la pobreza, la
descomposición del cuerpo, la carencia del afecto familiar. Si se
menciona la tía Roca del bastardo, nunca pasa de ser una simple
referencia inánime, no asume vida, está en la distancia. Su misma
mención es una sorpresa para Fat boy.
Se
pregunta Fat boy: “¿Mi historia me pertenece?”. La pregunta de
pertenencia es el fantasma del texto. Cuando no es esa pregunta,
son otras preguntas. Es un texto que por medio de los signos de
interrogación se borra a sí mismo para penetrar en algo quizá más
real: el submundo autorreferencial, su inconciente, y su “infravida”.
Yo diría que no busca respuestas, sino que aspira a un procedimiento
textual, en el que se genera un efecto de substitución. Es decir,
una pregunta sustituye a otra, luego viene otra, dando la sensación
de que la pregunta anterior ha sido contestada o ya no importa su
respuesta porque poco a poco entra a un estado más grave de
existencia y de incertidumbre.
El
uso de los paréntesis trae el pasado al presente como un flash-back,
el texto intercala la memoria con insistencia. Asimismo, hay una
necesidad por intercalar elementos, mezclarlos, incluso las voces
narrativas. De ahí que el diálogo no sea un diálogo en el sentido
estricto, es también una especie de monólogo. Cuando escuchamos la
voz de otro personaje, primero se filtra por la voz de Fat boy.
Ejemplo: “Serguei le arrojaba un grosero ¿Cómo? ¿Todavía sigues
atascada en la primera?”. Es decir, aunque escuchamos a Serguei, la
voz narrativa de Fat boy no desaparece por completo, ambas se
fusionan en una misma. Es una técnica bien lograda que exhibe cierta
modalidad narrativa del habla popular nicaragüense.
Fat
boy no es sólo un texto cultural y estético, para mí, es
también una suerte de indagación o de autorreflexión; es un texto
que interpreta, comenta y se prolifera, que anuncia y engendra
incertidumbres productivas porque no ofrece respuestas, sólo produce
problemas, y en ese sentido está lleno de posibilidades; nos ofrece
un mundo para pensar, y hasta cierto punto, se abre a la posibilidad
de transformar la manera en que entendemos el mundo y también a
nosotros mismos.
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*León Salvatierra (León, 1973): poeta, crítico nicaragüense. Actualmente cursa un doctorado en la Universidad de California-Berkeley, Estados Unidos. En junio del 2012 publicó un libro de poesía, Al norte (Editorial Universitaria UNAN-León). Es editor de la revista literaria El Mercado, que se edita en León, Nicaragua, y en Berkeley. Aquí se pueden leer varios números.
** Fat boy es el primer libro publicado [noviembre, 2010] por Luis Topogenario.
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