Era el fin del imperio
español. El hundimiento del buque USS Maine, en
las costas de La Habana el 15 de febrero de 1898, provocó el
estallido de la Guerra Hispano-Estadounidense. Frente a los barcos
acorazados con el acero de Pittsburgh, las naves españolas
resultaron inofensivas. España perdió así sus últimos bastiones
en suelo americano y asiático, y debió doblegar la cabeza como en
su día lo hicieron Grecia y Roma. Cuba, Puerto Rico, Guam y
Filipinas pasaron a manos de la nueva potencia, liderada por el
entonces presidente estadounidense William McKinley.
Abatida, la Madre
Patria se hundió en una crisis espiritual que arrastró consigo a
poetas, filósofos e intelectuales, forzándolos a entablar un debate
sobre la esencia misma de ser español. No sólo fue el eclipse del
imperio colonial lo que los obligó a mirarse hacia dentro, sino el
hecho de saber que el país se encontraba en la miseria mucho antes
de que los Estados Unidos les arrebatara los últimos dominios en las
Antillas y el Pacífico. Al mando del imperio que zozobraba estaba la
reina madre María Cristina de Habsburgo, pues el rey, su hijo
Alfonso XIII, era apenas un niño.
Tras la derrota los
intelectuales españoles, en su mayoría muy jóvenes, cayeron en
cuenta de que los circundaba una amarga realidad. Existían dos
Españas: la oficial representada por la imagen de poderío que el
Estado se empeñaba en sostener y la otra, empobrecida y desprovista
de toda gloria y magnificencia. Atrás habían quedado la Conquista y
la Colonia. Angustiados, trataron de responderse cual había sido su
mal y su pecado, y qué caminos los habían conducido a tal fin.
Voltearon la mirada hacia los pilares del idioma y releyeron
cuidadosamente a sus clásicos: Miguel de Cervantes, Francisco de
Quevedo, Lope de Vega, José Cadalso, Mariano José de Larra, por
citar algunos ejemplos, para con esto iniciar una reflexión de lo
que era y había sido España.
Si bien la búsqueda
estaba guiada por la idea de encontrar una esencia española, se
trataba de una esencialidad más bien histórica, pues a través de
los maestros del Siglo de Oro, vieron a la España imperial con
nuevos ojos y sacaron de sus lecturas conclusiones que la historia
oficial del país no contemplaba.
De esta manera surgió
la Generación del 98, a la que pertenecieron Miguel
de Unamuno, Ángel
Ganivet, Ramón del
Valle-Inclán, Jacinto
Benavente, Carlos
Arniches, Vicente
Blasco Ibáñez, José
María Gabriel
y Galán, Manuel
Gómez-Moreno, Miguel
Asín Palacios, Serafín
Álvarez Quintero, Pío
Baroja, Azorín, Joaquín
Álvarez Quintero, Ramiro
de Maeztu, Manuel
Machado, Antonio
Machado y Francisco
Villaespesa.
Fue Azorín quién en
1913 bautizó el grupo con el nombre que hoy se le conoce en
artículos publicados en la revista ABC
y luego reunidos ese mismo año en Clásicos y
modernos. «Para los que vivimos en España
–dijo el novelista y crítico literario–, para los que sentimos
sus dolores, para los que nos sumamos –¡con cuánta fe!– a sus
esperanzas, existe un interés supremo, angustioso, trágico, por
encima de la estética. Desearemos la renovación del arte literario;
ansiaremos una revisión de todos los valores artísticos
tradicionales; mas esas esperanzas y esos anhelos se hallan
englobados y difusos en otros ideales más apremiantes y más altos».
Un siglo después,
un debate similar se cierne sobre la que antes fuera una colonia
española y cuya independencia, así como la del resto de
Hispanoamérica, al debilitar a España, había hecho posible la
Generación del 98. La nueva generación nicaragüense no usa fechas
memorables y aborrecibles, aunque sí un nombre dado por Gioconda
Belli en 2005 y que ya se ha popularizado: Generación del
Desasosiego.
Quizás hubiera sido
mejor tener una fecha para nombrar y ubicar a los escritores que
irrumpieron en la escena literaria nicaragüense a partir del nuevo
milenio (tal vez por eso algunos la llaman Generación del 2000), o
quizás está bien asumir el desasosiego como actitud vital y
permanente en la nueva escritura. Sólo el tiempo lo dirá. Lo
importante e innegable es que esta generación literaria está
marcada por la revolución sandinista y la posterior guerra civil,
puesto que sus integrantes crecieron o nacieron en ella.
Aunque las grandes
incógnitas sobre las generaciones fueron respondidas mejor que nadie
en lengua española por José Ortega y Gasset, quien fundó su teoría
bajo sólidos cimientos filosóficos y sociológicos a partir de
ensayos que se encuentran en El tema de
nuestro tiempo (1923), las inquietudes sobre
el asunto surgieron en la Alemania del siglo XIX, o sea la Alemania
imbuida en el Romanticismo. Así, descubrimos en filósofos como
Leopold von Ranke y Wilhelm Dilthey, preguntas claves que luego
serían respondidas y ampliadas por intelectuales españoles. Porque
fue en España donde la teoría de las generaciones alcanzó mayor
desarrollo, no sólo por el estudio de Ortega y Gasset sino por los
que llevaron a cabo Pedro Salinas y Julián Marías, entre otros.
Pues bien, puestos a
precisar definiciones acerca de esta generación que hoy pugna por un
espacio en las letras nicaragüenses, caben preguntas de gran
importancia. ¿Qué es una generación? ¿En qué consisten sus
esperanzas y anhelos? ¿Qué motor la impulsa o qué fuerzas la
motivan a marcar un derrotero en la historia? ¿Existe una nueva
generación de escritores en Nicaragua?
Aunque tal vez sea
muy prematuro asegurarlo –quizás lo mejor de esta generación está
por venir– la respuesta a esta última pregunta resulta obvia y
contundente: sí. Basta mencionar algunos nombres para demostrar que
en el panorama literario nicaragüense existen nuevas búsquedas,
nuevas propuestas y nuevas voces que manifiestan rasgos que no se
habían visto nunca en el país.
En primera instancia
salta el nombre de Francisco Ruiz Udiel. Es su poemario Memorias
del agua, notablemente concebido tras largos
años de aprendizaje y publicado póstumamente en 2011, el que
escinde la poesía nicaragüense en antes y después. No existe una
imagen, un verso o un recurso lingüístico mal empleado en dicho
poemario. Esa voz serena y sin rencor no se escuchaba en Nicaragua
desde Rubén Darío.
Despuntan también en
calidad La escritura vigilante
(2005), de Ezequiel D’León Masís y La
vigilia perpetua (2008), de Víctor Ruiz,
pues los dos rescatan ritmos y formas clásicas como el soneto,
ausentes en la poesía nicaragüense desde Ernesto Mejía Sánchez.
Ambos libros resultan admirables en un país que, a pesar de tener
una rica tradición poética, en las últimas décadas pareció haber
perdido el sentido musical y rítmico de la poesía.
Por su parte, la
narrativa goza de buena salud. Ejemplo de ello son algunos cuentos
verdaderamente antológicos y que parecen decirnos que la narrativa
está adquiriendo nuevos brillos en Nicaragua. La
manada –perteneciente al Patio
de los murciélagos (2010), de Luis Báez–
hace gala de un lenguaje ágil con el que revela a una Managua urbana
asediada por seres primitivos. Con este cuento, el género fantástico
–que no se veía desde El ángel pobre,
de Joaquín Pasos–, entra por la puerta grande en nuestras letras
contemporáneas.
Irónicamente,
Primitivo, el relato
con que inicia Historia vertical
(2011), de Javier González Blandino, refleja una espeluznante
realidad pero esta vez en el campo nicaragüense. La naturaleza y la
violencia, en sus perfiles más terribles, cobran vida en el seno de
una pequeña familia campesina cuyo único vástago padece retardo
mental. Cansados de esta carga, padre y madre se recriminan uno a
otro. El relato alcanza su punto más alto de tensión cuando la
pareja forcejea descuidando al hijo, que se rompe el cráneo tras
caer al fondo de un pozo. Tanto la trama como la desesperanza de
Primitivo evocan el
magistral relato La gallina degollada,
escrito por un verdadero maestro del género: Horacio Quiroga.
Son estos, sin
embargo, apenas una pequeña muestra del camino que hoy recorre la
nueva literatura nicaragüense, un camino diferente si se toma en
cuenta que en su mayoría, los escritores persiguen una búsqueda
interior hacia lugares desconocidos. Esta nueva generación no
pretende ensalzar el mundo exterior como por décadas lo hicieron
poetas y narradores. Con ellos el exteriorismo, ese término tan
ambiguo acuñado en la segunda mitad del siglo XX en Nicaragua, con
el que se designa toda poesía anecdótica y narrativa construida con
imágenes del mundo externo, ha quedado enterrado.
Claro está, el
exteriorismo tuvo una función determinante en el desarrollo de la
poesía nicaragüense, ya que con él se encarnó de manera impetuosa
el ambiente represivo impuesto por la dictadura somocista, para luego
hacer uso del modelo hasta la exacerbación con el triunfo de la
revolución. Todo esto apunta, como ha de notarse, a que cada
generación está profundamente marcada por los acontecimientos
históricos que le toca vivir.
Como
bien sugiere Pedro Salinas en El concepto de
generación aplicado a la del 98 (1935),
existen elementos constitutivos para que pueda darse como existente
una generación literaria. «Es el primero, naturalmente –afirma el
poeta y ensayista–, la coincidencia en nacimiento en el mismo año
o en años muy poco distantes» Y continúa diciendo: «Sobre estos
factores hay otro, el decisivo e indispensable para poder decir que
existe una generación: lo que Petersen llama acontecimiento o
experiencia generacional. Es un hecho histórico de tal importancia
que, cayendo sobre un grupo humano, opera como aglutinante y crea un
estado de conciencia colectivo, determinando la generación que de él
sale. Este acontecimiento generacional puede ser un hecho cultural,
como sucedió en el Renacimiento; o un hecho histórico general, como
una revolución, una guerra, a lo que Peterson llama acontecimiento
catastrófico».
Siendo así, ¿cuál
es el sentimiento que sacude a la nueva casta de escritores
nicaragüenses? Si tomamos por ejemplo los motivos que agruparon a la
Generación del 98, con la que existen grandes paralelismos, se
entiende que cuando hay un fracaso como nación, es necesario hacer
una revisión histórica.
Esta generación, la
Generación del Desasosiego, parece decirnos sin tapujos y sin
lagrimeos que la revolución sandinista y la guerra civil que le
sobrevino, la cual dejó un saldo de casi cuarenta mil muertos, fue
un completo fracaso del que no ha podido sacudirse. Dicho de otra
manera, la guerra y sus efectos sicológicos y sociales no terminaron
con ella y más bien han cobrado nuevo significado ante la corrupción
que sobrevino en el país y por la cual se sienten traicionados.
Tan profundo es el
sentimiento de engaño que hoy sobrecoge a los jóvenes escritores,
que las temibles figuras políticas que antes inspiraron grandes
obras –los Epigramas
(1961), de Ernesto Cardenal, Los monos de San
Telmo (1963), de Lizandro Chávez Alfaro y
¿Te dio miedo la sangre?
(1977), de Sergio Ramírez, por nombrar algunas– ya no apasionan y
más bien producen recelo. En este nuevo milenio no se desea escribir
sobre quienes han ostentado y ostentan el poder porque hacerlo
equivaldría a inmortalizarlos. Por eso se ha vuelto a los temas
imperecederos: el tiempo, el dolor y la muerte, lugares comunes de la
literatura, aunque condicionados por la situación histórica en que
vivimos.
La convulsa historia
de la Nicaragua actual ya no es una bendición para las artes. Por
eso, el rasgo que mejor congrega a la nueva generación de escritores
es la preponderante necesidad de separar la literatura de la
podredumbre social que la acorrala, sitiando también al artista. Lo
que no desmoralizó –y más bien apasionó– a los escritores
vigentes en el siglo pasado, parece repugnar a los de este siglo XXI.
Gioconda Belli acertó: «Los monstruos de nuestro laberinto no son
Minotauros: son los hombrecitos de los paraguas de Magritte. No
inspiran pasión, inspiran lástima. De allí que estos jóvenes no
encuentren en su entorno ninguna gracia poética».
Pero queda la
esperanza de hacer un alto en el camino y llevar a cabo un repaso de
la historia tal como lo hizo la Generación del 98. No sólo de la
historia nicaragüense, sino más bien de la historia de nuestra
lengua; asistir a sus más altas ocasiones, desde el Cantar
de Mio Cid y El conde
Lucanor, hasta Rubén Darío y los verdaderos
pilares de las letras nicaragüenses del siglo XX, para no encarnar
los mismos errores y las mismas tragedias, y así buscar respuestas a
los problemas que, como nueva generación, debemos enfrentar. Porque
es la lengua en su claridad y lucidez la que nos alerta de los
fracasos que se han cometido en el pasado y los que se siguen
cometiendo como país.