***Este texto fue preparado por el autor para el Conversatorio Nueva Literatura Nicaragüense 2014, organizado por el Centro de Investigaciones Lingüísticas y Literarias, Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua - Managua, y también está publicado en ese sitio. A iniciativa del autor, se suma al cultivo del debate y el análisis en este sitio.
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Uno
de los tópicos más manoseados por los escritores (y consumidores),
de poesía que empezó a escucharse más o menos desde principios de
milenio, es que la poesía en Nicaragua, y específicamente, la
poesía escrita por los jóvenes nacidos hacia fines de los años
setenta, y durante los años ochenta, era una poesía en declive
comparada con la “época de oro”, (o lo que muchos consideran
la época de oro de la poesía en Nicaragua; a saber
la generación del sesenta y del setenta, heredera de la vanguardia y
post vanguardia, y que cristalizó, bajo el paradigma de la aurora
revolucionaria, en el culmen de la promoción cultural de la
poesía social de los años ochenta).
Así
(y esto lo digo a partir de mis propias lecturas y conversaciones
amistosas con poetas y escritores de las mencionadas generaciones,
así como a partir del diálogo creativo con mis propios
contemporáneos) más o menos a fines del siglo pasado e inicios del
milenio, te encontrabas con que para muchos de los escritores
consagrados o con cierta trayectoria, incluso críticos miembros de
la Academia, salvo excepciones contadas con los dedos, la poesía de
la postguerra era una poesía “interiorista” (en el sentido
despectivo del término), “romántico retrógrada” (como me lo
dijo cierto escritor ex miembro de la ASTC), o “solipsista
masturbatoria”, como me lo espetó otro escritor de los años
setenta en cierta cantina de mala muerte en los suburbios
estudiantiles de Managua, haciendo referencia a la falta de
referentes “ético políticos” y del “rechazo estético de la
realidad” que él detectaba en los textos de los jóvenes. Así
también hubo un crítico que olímpicamente llegó a afirmar que el
“canon” de la poesíaantologable, (¿Internacionalmente
vendible según el mito de la Nueva Nicaragua Revolucionaria que
tanto amaron los jurados de Casa de la Américas durante la década
de los ochenta?) se cerraba, dialécticamente, según él, ¡Con un
poeta nacido a principios de los años cincuenta!
Como
si realizar una antología de poesía nicaragüense (después de la
caída del muro de Berlín) todavía dependiera del
criterio cardenaleano de ser una antología dirigida
a un público cubano.
Es
justo decir que no todos los poetas reaccionaron de esta manera. Y es
así que algunos, mucho más abiertos e inclusivos, no sólo llegaron
a interesarse por el trabajo de los jóvenes, a reseñarlos y
acompañarlos, sino que en ciertos casos se lanzaron a impartir
talleres de escritura creativa o llegaron a convertirse en mentores
personales de los poetas más jóvenes.
Después
de catorce años, a nadie se le ocurre afirmar que el trabajo de
Francisco Ruiz Udiel, de Víctor Ruiz, de Carlos Fonseca
Grigsby, de Jazmina Caballero o de Alejandra Sequeira (por citar
algunos ejemplos de primera mano) es la obra de poetas
“interioristas” o principiantes poco serios con el oficio. Pero
no ha sido fácil hacerse un lugar en la fila de la estafeta para
esta generación de postguerra que no ha pretendido ser ni la
inventora, ni la descubridora, del erotismo descarnado o del
existencialismo furibundo, aunque esos sean los temas de fondo que se
pasean, como fascinantes monstruos submarinos en la penumbra de sus
voces, y en los sótanos de sus mundos verbales a veces desolados por
la presencia de la muerte. Palabra poética que pareciera oscilar
entre el sin sentido de lo cotidiano y la llamada del lenguaje, como
una invitación inevitable hacia una ceremonia lúdica que tendría
como opción la soledad comunitaria o la comunión solitaria a
partir de la experiencia personal, y que pareciera ser el tópico más
evidente del clima de nuestro tiempo. De ahí que personalmente no
comparto el término “solipsista” para encasillar las tendencias
de los poetas que han aparecido en estos últimos años. Los temas
como el erotismo, el existencialismo, el desarraigo (y yo incluiría
el tema del lenguaje, la preocupación por la conciencia lingüística
en el proceso creativo) han sido los temas con los que se han
estrellado los poetas más importantes de la tradición occidental en
todos los tiempos y lugares, porque el eros, la soledad, la muerte,
el tiempo, el dolor, la nada, y el poder o la impotencia de la
palabra, son los temas que le competen a nuestra condición humana y
es el centro en que convergen, como ríos incontenibles, los vasos
comunicantes de las diversas tradiciones occidentales que a la larga,
y brinque quien brinque, siguen teniendo su más oscuro origen en los
cantos de los poetas presocráticos.
En
ese sentido, descreo que la poesía de las últimas décadas se haya
encerrado (¿En una torre de marfil? ¿Justo cuando, hoy más que
nunca, ya sabemos que la verdadera torre de marfil fue
el partido político, la ideología ramplera y la demagogia
oportunista de poetas entrenados al servicio de la nueva burguesía
fundamentalmente caudillista de la derecha o de la izquierda? )
quedando incapacitada para integrar en sus obras los temas donde el
lector contemporáneo va a encontrar en ella los temas
vigentes de su época. Porque los temas de la poesía, les guste
o no a los hurgadores de novedades del consumismo cultural, en tanto
que son los temas profundos de nuestra limitada condición humana,
seguirán siendo los mismos, con ligeras variaciones, en todas las
épocas, ( a parte de los ya mencionados incluyo : la preocupación
por el sujeto y aquello a que se encuentra sujetado; el problema de
los límites del lenguaje y su poder expresivo; y la cuestión de los
vínculos o las desvinculaciones propias de una cultura caracterizada
por el movimiento migratorio), pero sobre todo en la nuestra, cuando
(y sobre todo esto es un hecho histórico en Centroamérica, y
tal vez aún más en Nicaragua) los poetas, pero sobretodo los
jóvenes, han vuelto (siguiendo a tientas las huellas de la
constante ruptura-matrimonio-ruptura, entre poesía y
revolución social, característica de la tradición occidental que
inauguraron los románticos), en ese ineludible cambio de paradigma
de la historia, a romper con los proyectos históricos del
cristianismo, del liberalismo, y del comunismo, no sólo porque
simplemente se acabaron las tierras prometidas, y todos, lo acepten o
no, nos encontramos vagabundeando, exiliados físicos o exiliados
mentales (o ambas cosas) en las plazas diversas de Babilonia, sino
porque a la larga, por más que la bauticen o se autonombre
“camarada”, lo más seguro es que la poesía no cree en nada,
aunque por eso mismo siga siendo palabra del hombre para el hombre
(uso el término hombre en su acepción antropológica
inclusiva como referente del ser humano, conste). Y de
ahí que la poesía, al enfrentarse de nuevo a la experiencia
turbulenta con el “yo” y su laberinto de alcantarillas a veces
oscuras, a veces iluminadas, lo más probable es que encuentre, en
las mismas ratas del camino, al verdadero hipócrita lector
que a la larga está padeciendo el mismo tipo de experiencia
solitaria o automatizada que el mismo autor está experimentando,
esto siempre y cuando el lenguaje poético vuelva a ser para ambos un
puente entre lo cotidiano y lo inefable, algo así como las inasibles
señales de humo que en ciertos momentos privilegiados, en medio de
las ruinas de la historia, nos haga sentirnos menos solos.
Y
por lo dicho más arriba disiento profundamente con la
fórmula: poesía
solipsista igual a pérdida del lector,
a la que se contrapondría la narrativa como el espacio literario que
no puede prescindir del lector y que, supuestamente más generosa con
este, lo incluye en un debate estéticamente más propositivo. Y
disiento con esa afirmación demasiado simplista en la que, hay que
admitirlo, han caído muchos de los lectores actuales interesados por
la literatura en Nicaragua, porque no es cierto que todos los textos
narrativos poseen esa generosidad abierta con el lector. Existen de
hecho narradores difíciles, e incluso a veces indigeribles, lo mismo
que muchos de los poetas jóvenes siguen ejercitando una poesía que
no es ni hermética ni oscura, sino que se encuentra en contacto casi
directo con la lectura creativa, sin abandonar las funciones
connotativas del lenguaje a partir, por ejemplo, de la tradición
inglesa o norteamericana ( The Movement, Philipe Larkin, Withman,
Roetheke, Plath, etc…) y con la poesía de la Experiencia que
teniendo como referente a Cernuda y a Gil de Biedma, se desarrolló
con cierto auge en España y en otras tradiciones locales de
Hispanoamérica.
Quiero
concluir mi breve reflexión respecto de la poesía nicaragüense de
las últimas dos décadas diciendo que los temas del erotismo
descarnado, del desarraigo, del furibundo existencialismo, o de
la “agonía” con el lenguaje, no sólo tienen su referente en
la Traditzio occidental (incluida la
hispanoamericana, por supuesto, en uno de los momentos para mí más
saludables de diálogo entre los poetas nicas y dicha Tradición.
Esto gracias a muchos factores como el acceso a la tecnología o la
preparación académica o autodidáctica, al hambre de aprender
e intercambiar, o simplemente enfrentar creativamente las fuentes de
esa Traditzio que no es más que una convicción
consciente, o intuitiva, de la Totalidad abierta del fenómeno
poético, una apertura a veces insolente en medio de la manida
fragmentación del mundo; sino sobre todo al hecho que, al menos a la
mayoría, no les interesa poner su palabra y su pensamiento al
servicio de la creación o continuidad del mito folklorista de la
identidad nacional , donde el criollismo de derecha o el populismo de
izquierda nos ha servido, durante varios lustros ya, los mismos
tremendos nacatamales navideños con los que hoy por hoy casi nadie
quiere seguir nutriéndose), sino que se encuentra también en textos
aislados o en las obras íntegras de ciertos autores de las décadas
anteriores, oficialmente consagrados, pero tal vez poco explorados,
como Ernesto Mejía Sánchez, el mismísimo CMR, Horacio Peña, Fanor
Téllez, Francisco Valle, Santiago Molina, Donaldo Altamirano, por
mencionar algunos. Y el que los poetas jóvenes estén explorando su
propia tradición local o la occidental en búsqueda de sus propios
sentidos para sus propias palabras y, tal vez, para sus propios
lectores, si acaso, e incluso explorando las posibilidades del
lenguaje de una manera más concentrada, sin los viejos debates
coyunturales, a veces más desgastantes que realmente creativos,
entre la poesía y el compromiso político (que llevó a los extremos
del anatema y de la excomunión por parte de los diversos bandos a
fines del siglo pasado), a mí personalmente me parece un asunto de
lo más saludable para la exploración poética del momento. ¿Que
existe el peligro de perder la calidez de la expresión y desembocar
en el callejón sin salida de la incomunicación, del oscurantismo
barroco, de la desconstrucción, del esteticismo “masturbatorio”
o del narcisismo estéril del poema sin poesía o del humanismo sin
hombre o, peor aún, de la mera pirotecnia literaria? Claro que sí.
Todos los duendes temidos y odiados por nuestros profetas
postmarxistas o neo hegelianos siempre estarán presentes. Pero creo
firmemente, y esto es una convicción más que una esperanza, la
palabra de un latinoamericano, al igual que su pensamiento, siempre
será una palabra en situación donde la protesta
social o el ansia violenta de libertad (esperemos que con las
herramientas críticas adecuadas) siempre será parte de nuestro ser
histórico irrenunciable. Y que por lo tanto, en esta búsqueda
consciente del lenguaje poético en contacto casi violento con la
Tradición, no hay nada que temer en cuanto a caer en posiciones
a-históricas o acríticas con la realidad a la que los poetas se
sientan llamados a enfrentarse en su pasión y en su disciplina con
el oficio, desde los signos de su propio tiempo.
Porque
los poetas, incluso los meta poetas, jamás dejarán de
ser seres históricos, carnales y mortales, expuestos a las
experiencias de la automatización y de la alienación a la que se
encuentra expuesto o sometido el resto de las personas, porque no
son seres privilegiados en ese sentido, pero es a ellos, si
es que realmente se sienten llamados a escribir poesía, con todo el
compromiso con la imaginación y con el lenguaje que esto implica
(aún en las rupturas de la imago mundi y con el lenguaje cotidiano
que supuestamente “nos sirve” para comunicarnos a diario) a
quienes debería interesar expresar esas experiencias de la vida
común de manera que todos podamos sentir, en el diálogo con el
texto, que su experiencia también es la nuestra, que el lenguaje al
que ellos sirven, también es el nuestro.
TRES DESAPUNTES SOBRE LA NARRATIVA:
El
contar historias ¿Depende de que hayan oyentes?
No
creo que la aparición de ciertas voces narrativas de una factura
interesante en esta última década, dependa del “carácter
solipsista” (¿ilegible?) de la poesía que se ha estado
produciendo en paralelo. Las personas que no consumen poesía
simplemente no la consumen así sea que la poesía presente una
propuesta de cierta dificultad o una tentativa de transparencia
formal. La poesía no vende, ni se vende. Sus lectores están ahí o
no están. Y eso es lo que menos debería importarle a los poetas. Es
decir que no se trata de que el público lector (si es que lo hay) se
haya hartado de la poesía oscura o poco entendible escrita por los
poetas recientes, y se hayan lanzado a devorar el producto de los
narradores en búsqueda de algún tipo de pasatiempo culto y clase
mediero.
La
aparición de ciertas voces prometedoras en el ámbito de la
narrativa, me parece que se debe, más que al declive de la poesía
de masas o la aparición de una nueva clase media lectora, a la
necesidad de contar historias o de recontar las historias dentro del
relato oficial, lineal y sospechosamente acomodaticio, de la historia
del país (que por lo demás es una verdadera cantera casi
surrealista que se presta nutritivamente para la ficción).
Las
necesidades de los narradores, y las herramientas con las que
cuentan, son muy distintas a las de la generación de
narradores que les precedió en los últimos veinte años. Y es en
este sentido que a mí sí me parece que los narradores se están
replanteando, y personalmente me parece que van por buen camino, no
sólo el asunto de la experimentación formal en la narrativa, sino
el de enfrentarse con espíritu crítico, no exento de humor y
sentido lúdico, la tragedia histórica que nos ha tocado vivir, como
centroamericanos, en el desencanto existencial que ha proseguido a
los fallidos procesos de paz en nuestros respectivos países. Que aún
hace falta mucho que explorar en esa cantera histórica o en las
mismas posibilidades experimentales de la narrativa, o en el mismo
tratamiento interpretativo de los temas, por supuesto que sí. Pero
al menos la brecha ya fue abierta, señalada, y valientemente
emprendida.
La
caída de los mitos discursivos de la izquierda y de la derecha, (la
muerte de sus grandes relatos como generadora de una
nueva narrativa), la desmitificación de sus respectivas
interpretaciones del hecho histórico, así como el
planteamiento de temas como la alienación existencial de la ciudad,
la violencia intrafamiliar, el homosexualismo, la incomunicación, la
corrupción institucional, que permean la ficción narrativa de
los últimos años, son una muestra de que el camino ha sido abierto
para nuevas exploraciones que, de alguna manera, siento que están
conectando a la narrativa nicaragüense con un nuevo pathos y
un nuevo ethos que coincide con lo que está
sucediendo en casi toda Centroamérica. Y esta nueva manera de
interpretar y ficcionar, en la breve pero intensa narrativa que
hasta ahora ha sido publicada, denota una conciencia del oficio, y un
compromiso con la calidad de la propuesta estética que, como lector,
sólo puede producirme, aún en medio del escepticismo general, una
expectativa entusiasta a cerca de lo que aún queda por delante en la
búsqueda personal y comunitaria de los narradores que han surgido.
De
ninguna parte a ningún lado:
Coincido
en que la categoría del exilio no se limita a la cuestión
geográfica. Un autor puede pasar años fuera del país y seguir
pensando, y escribiendo, como si nunca hubiera salido de un pueblito
del norte, o de algún barrio solariego de León o de Granada. El
exilio más contundente suele ser precisamente ese que te hace sentir
como un extraño entre tus semejantes, y tus colegas, aún dentro
de los límites de la propia patria. Y como es bien sabido, ese es el
tipo de ser apátrida al que el común de la gente, y los colegas
guardianes del chauvinismo,
no siempre perdonan. Ahora bien, este sentido de extrañeza es, en mi
modesta opinión, una de las experiencias más poderosas que nos
puede ofrecer la literatura. El desvío de lo normal,
de lo manidamente familiar,
tanto en el “qué” de una historia, y así mismo en su “cómo”
¿No es lo que hace de la literatura esa experiencia de
desinstalación, y de replanteamiento de la preguntas de cualquier
sujeto frente a su realidad, y a la común percepción de la misma? Y
precisamente es en esto donde la experiencia del exilio, no sólo
geográfico, sino sobre todo existencial, puede aportar un
caleidoscopio de perspectivas muy interesantes desde el punto de
vista narrativo, como de hecho lo está haciendo cuando uno se
enfrenta a los textos de los nuevos narradores, ya sea que estos se
encuentren realmente exiliados físicamente, culturalmente, o sólo
existencialmente (casi nada) dentro de las diversas, pero
contundentes, experiencias del narrador outsider.
De ahí que la alusión a Babilonia, donde al fin y al cabo todos
estamos exiliados intentando encontrar las raíces de nuestras voces
o redescubrir los poderes del lenguaje (¿Para comunicarnos?) sea
para mí la imagen más representativa no sólo de los poetas, sino
también de los narradores actuales; perennes solitarios enfrentados,
desde la individualidad y la desemejanza, a una página en blanco sin
garantía de eventuales lectores desde los distintos puntos
geográficos por los que se encuentran dispersos, batallando con las
palabras y con las historias, incluso con los relatos
muertos,
que como fantasmas persistentes nos siguen acosando.
Esto
no quiere decir que el exilio geográfico no aporte otras
experiencias de choque que, según se vea, pueden ser ventajas o
desventajas. En mi caso particular, doce años moviéndome por toda
Centroamérica, en contacto o no con los escritores vivos de los
otros países, o explorando otras tradiciones literarias, me ha
ayudado a tener una visión distinta de la tierra natal y de su
historia y de su literatura, algo parecido a la certidumbre de la
completa inutilidad del nacionalismo ideológico cultural, por
ejemplo, certidumbre de la incertidumbre que sigue nutriendo la
escritura creativa que aún me interesa practicar, y me sigue
aportando una visión de los temas relacionados con Managua que
probablemente no tendría si aún estuviera envejeciendo
irremediablemente, como un espectador más, en las calles de mi
barrio.
Parricidio
y diálogo con los muertos vivientes:
Un
escritor no nace de la nada. Y esto vale tanto para los narradores
como para los poetas, aunque quizá sea más evidente en estos
últimos. Por eso cuando un poeta lee a otro que lo ha precedido, sea
de la tradición universal, y sobre todo de la tradición local, lee
para aprender y también para desaprender. Y sea que el poeta novel
logre reconocer en cierto momento a su Padre y acepte cobrar la
herencia o renegar de ella, o simplemente reinventarla, el camino del
parricidio (y del matricidio) es necesario en tanto que, una vez
cuestionada la propuesta estética y llevada a sus últimas
consecuencias críticas, el poeta aprendiz debe
realizar, si realmente quiere ser él mismo, y no una mera mímesis
acomodaticia de su predecesor, un distanciamiento, a
veces alegre , a veces elegíaco, de la voz del Pater en
tanto que esto significa su mayoría de edad ya sea para incinerar
esa voz dentro de sí mismo o morir en el intento. Y es este
distanciamiento que implica la relativa o la absoluta autonomía de
la nueva voz respecto del predecesor o los predecesores, lo que yo
entiendo por parricidio. Es decir, un poeta severo consigo mismo,
debe realizar ese corte de cordón umbilical en un momento u otro de
su proceso creativo. Sea que la voz del Padre continúe conviviendo
con la suya, o sea una fuente a la que regrese a agonizar de vez en
cuando, o sea una parada a la que nunca habrá de regresar, el
parricidio así entendido, sí me parece necesario en cuanto
signifique, no una choque meramente dinamitero, pirotécnico, con los
predecesores, sino un aprendizaje necesario no exento de lucha y
profunda indagación en las posibilidades y los límites de la propia
voz.
Este
enfrentamiento con el predecesor y los predecesores, con distintos
resultados para la historia literaria, desde la asimilación hasta el
aplastamiento, desde el nacimiento de una nueva voz, más poderosa o
evidentemente deudora de la anterior, a traviesa, sobre todo en los
poetas, la línea de la Tradición de toda la literatura local. Por
eso no debe extrañarnos, sino que debería parecernos muy saludable
que los poetas de principios de milenio, quienes presentan distintas
influencias e intereses en sus temas y en la manera en que los
expresan, se estén confrontando con sus predecesores sea para
negarlos, para asimilarlos, o simplemente para omitirlos en sus
propias búsquedas individuales.
Creo
que esta es una generación saludablemente crítica con su propia
tradición, porque no solamente posee el acceso a otras tradiciones
alternas y mucho más poderosas que la local, sino también porque su
capacidad lúdica y lúcida para cuestionar el ethos y
el phatos de su predecesores se encuentra sustentado
en una libertad creadora y crítica que los “Padres”,
obsesionados con la creación y la continuidad del mito de la
identidad nacional o de la Revolución redentora de la cultura,
adheridos a sus propios contextos históricos, no poseían. Y así
podemos constatar que desde los años sesentas, y salvo raras
excepciones, la poesía nicaragüense va entrando en un declive cada
vez más evidente redundando, cada vez más relajadamente, en los
mismos temas, en las mismas fuentes, y en los mismos métodos de
composición y de expresión que en cierto momento llegaron a
uniformar la producción poética como una especie de producto
nacional exportable. Y esta uni-formación progresiva se dio en un
marco hispanoamericano en que la poesía estaba, desde hace un buen
tiempo, explorando otro tipo de posibilidades a nivel de experiencia
con el lenguaje y con el lenguaje de la experiencia, fuera de la
tentativa del gran relato épico que, válido en su propio contexto,
se fue convirtiendo en Nicaragua en una especie de
canon uni-formante al que los poetas de estos
últimos veinte años han tenido que enfrentarse de una manera u otra
para replantearse y redefinirse como “horribles trabajadores” del
oficio. Y con los narradores ha sucedido algo parecido en cuanto que
el acercamiento no sólo a ciertos narradores locales, sino sobre
todo de otras tradiciones, les ha otorgado otra manera, mucho más
amplia y contundente, de acercarse a la ficción narrativa.
En
ese diálogo azaroso, muchas veces tenso, de asimilación o de
ruptura, me parece que los escritores han ido estableciendo una
fructífera relación con la tradición local, redescubriendo y
redescubriéndose, e incluso replanteando nuevas maneras de acercarse
al legado de los escritores que les han precedido. Así hay algunos
con los que ya casi nadie pareciera dialogar o querer dialogar,
aunque se reconozca su obra como ya consagrada y como parte,
merecidamente o no, del panteón nacional. Hay otros poetas o
narradores cuya obra está siendo revalorada, y pareciera que la
relectura y el enfoque que se hace de ellos también sigue aportando
nuevas maneras no sólo de asumir la Tradición, sino de enfocarla
desde nuevas perspectivas. Así podría afirmarse una renovación en
el interés que ha despertado entre los narradores jóvenes por
ejemplo la obra de Lizandro Chávez Alfaro, o del mismo Juan Aburto.
Y entre los poetas, o escritores en general, la obra de Beltrán
Morales, o de su maestro directo CMR, cuya Poesía Reunida publicada
en 2007, gracias al trabajo de Pablo Centeno Gómez, puso al alcance
de los escritores jóvenes lo que podría considerarse el Corpus
Poético completo de un autor que, siendo un referente de varias
generaciones, en vida jamás quiso o no pudo publicar esos poemas en
un solo libro. Es decir que ese libro es un privilegio que las
generaciones de poetas anteriores no pudieron darse.
El mismo acercamiento novedoso podríamos decir que existe hacia la obra, bastante inexplorada, de Ernesto Mejía Sánchez e, incluso, hay por allí quienes continúan las huellas de la poesía de Ernesto Cardenal.
A
este respecto del legado de estos poetas, la denominada “Generación
del cuarenta” me gustaría hacer una ligera digresión.
Últimamente, a través los medios, algunos escritores consagrados
han expresado su malestar acerca de la influencia (“excesiva” o “cultual”) que CMR está teniendo
entre los jóvenes. Un escándalo curioso sobre todo cuando viene de
escritores que no tenían reparos en que los poetas del país
se la pasaran durante décadas influenciados por la poesía de
Cardenal. Ciertamente que existe el peligro de que los poetas
jovencitos resulten aplastados por eldaimón de
CMR. Pero creo que, en el contexto de la publicación reciente de
Poesía Reunida, y el entusiasmo por la obra de este poeta cimero,
¿No es preferible que los jóvenes se enfrenten a esta poesía tan
rica y compleja para aprender, no para imitar, sus poderosos recursos
expresivos o para morir aplastados en el intento y darse cuenta de
dos cosas: o que la escritura de poesía no es lo de ellos, o que
este tipo de poesía es impracticable para ellos, pero que pueden
redescubrir su don a la luz o a la sombra de una poesía de la que
van a aprender mucho más que giros coloquiales al servicio de un
menaje X? Me parece que si de diez jóvenes que se enfrenten a esa
poesía, aunque la mayoría salgan aplastados, habrá alguno que
logre depurarse para bienes, e incluso los que salgan aplastados
puedan descubrir unos recursos retóricos que, estoy seguro, no
encontrarán en la poesía de un Benedetti o de un Sabines.
CMR
es un poeta que, algunas veces, puede resultar pesado o exasperante,
pero para los jóvenes debería ser ineludible, aunque no sea un
referente directo para muchos entre nosotros, porque tampoco tiene
por qué serlo. Y por eso el diálogo con su obra me parece un
fenómeno saludable entre los jóvenes, lo mismo que podría ser la
poderosa obra de Mejía Sánchez.
A
veces la literatura en Nicaragua pareciera ser una larga fila de
personas variopintas, vivas y muertas, que están ahí codeándose a
regañadientes. A mí me gusta imaginar que a este lado de la fila
(donde muchas veces, y desde mi estricta soledad, no me veo más que
como un lector advenedizo) se encuentra el protocolo para abordar un
barco que ya está a punto de zarpar uno no sabe a dónde, pero sí
desde dónde. Y al contemplar los poemarios y los textos narrativos
de los escritores jóvenes que han publicado a partir del 2000 (los
tengo casi a todos en un mismo estante; incluso los que sólo me han
pasado textos en digital) me gusta pensar, tal vez atrevidamente, que
algo importante está sucediendo, aunque ninguno sepa en qué puerto
va a terminar, quizá el sólo hecho del viaje haga que todo esto
realmente merezca la pena, aunque en esa fila algunos hayamos tenido
que llegar a meternos a última hora, como la mismísima pobreza.